Semejante
a un grito burlón, la puerta se cerró con un estruendo gutural salido de una
garganta metálica, como el final de la arcada de un vómito, precedido del
chirriar de los goznes. Me sentí expulsado como un desecho, los guardias de la
prisión nunca me miraron a la cara, como si trataran con un balde de mierda.
Hace cinco minutos estoy parado en frente de la puerta de la cárcel sin saber
qué dirección tomar. No tengo más que la ropa que llevo puesta, mi billetera
con mis documentos de identidad, el dinero justo para pagar un pasaje en bus, y
una bolsa con tres pares de medias y unos pantaloncillos. En realidad, no
quería salir, me sentía a gusto adentro. Después de que te acostumbras a chupar
vergas, la vida se te hace fácil en la cárcel: dinero para cigarrillos, yerba y
comida. Lo demás es ver televisión sin hablar con nadie en el salón, acostarte
temprano y no meterte en líos. No se puede aspirar a una vida más plácida. Además,
adentro me sentía a salvo de mí mismo, protegido del hecho de verme obligado a
cumplir la promesa de terminar lo que dejé incompleto antes de llegar aquí. Al
principio, cuando me trajeron a este lugar, hacía ejercicio todas las mañanas. Mientras
corría alrededor del patio me alentaba pensando que el tiempo pasaría rápido
hasta el momento de salir para matar de verdad a Elizabeth. Lo más cabreante
del mundo es saber que estás encarcelado porque intentaste matar a alguien, no
porque solo quisieras intentarlo, sino porque de manera inexplicable una
persona se salva de un disparo en la cabeza. Y yo pagando cana, y ella muy
oronda tomando sopitas, yendo a fisioterapia. Y yo corriendo, dándole cientos
de vueltas al patio húmedo, prometiéndome acabar mi tarea en cuanto salga.
Después ya no quería salir, no solo porque había encontrado una manera
tranquila de vivir, sino también porque no quería traicionarme a mí mismo:
sospechaba que al enfrentarme con la calle me daría cuenta de que me había
acobardado. Pero también era como una especie de hastío anticipado de tener que
matarla de nuevo, o mejor dicho, matarla esta vez de verdad. Durante mucho
tiempo logré olvidarme de que algún día saldría. Hasta que una mañana me
llamaron al locutorio, donde estaba el abogado que el día de la condena me
palmeó en el hombro con desgano, con un gesto en el rostro que significaba
“esto se veía venir”, sin prometerme una apelación, diferente a lo que pasa
siempre en los juicios de las películas. Esta vez me sonrió y me abrazó para
decirme que tenía mi boleta de libertad condicional. Por una extraña razón que
no quise averiguar, él había hecho la cuenta del tiempo de la pena y el tiempo
legal para salir por anticipado. Con el mismo poder que le di para que me
representara en el juicio, además de indagar por mi comportamiento
(“impecable”, decía el informe), gestionó mi libertad. Me dio un poco de pena
por él porque no pude alegrarme. Se marchó algo desconcertado. Desde entonces
han transcurrido tres días, y ahora estoy aquí, recibiendo este sol matutino
que no quema sino que pica. No me he movido porque estoy retrasando lo que
ineluctablemente tendré que hacer. Tomaré un bus hasta el centro; de cualquier
manera enredaré al Zarco para que me alquile un revólver con la promesa de
pagarle después de terminar la vuelta. Se la pintaré tan buena y tan segura que
incluso me prestará plata, y tomaré otro bus hasta la casa de Elizabeth (por mi
hermana supe que vive aún en el mismo lugar con su mamá). Tal como lo hice la
vez anterior, tocaré el timbre, en cuanto abran patearé la puerta y la buscaré
en todas las habitaciones (según me ha dicho mi hermana, siempre está encerrada,
no puede trabajar porque quedó turuleta después del disparo). Estará viendo
telenovelas, o tomándose una de sus sopitas. Quizá ya no sea capaz ni siquiera
de sorprenderse. En esta ocasión no le dispararé una sino seis veces en la
cabeza. Estoy seguro de que de esa no se salvará. Pero en esta oportunidad no
huiré, no me esconderé, esperaré sentado en el umbral a la policía. Probablemente
en setenta y dos horas estaré de vuelta aquí. Esta puerta se abrirá de nuevo y
tendrá que volver a tragarse su vómito, los guardias tendrán que reintegrar el
balde de mierda del que creían haberse librado. Volveré a chupar vergas.
Viviré, ahora sí, tranquilo. Sin rabia. Sin promesas por cumplir.
Genio.
ResponderEliminarGracias Robinson!
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