domingo, 10 de agosto de 2014

No morderás



La pregunta política por excelencia es:
¿cuál es el pasado que ahora adelanta su mandíbula?
Pascal Quignard[1]

Luchamos por dejar atrás un pasado que, como la sombra, no nos abandona. La lucha consiste en dejarlo ahí, en el ostracismo. Cuando emerge, luce como una amenaza que puede sustraernos algo, quizá lo más preciado.

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En el partido Uruguay vs Italia de la primera ronda del mundial de Brasil 2014, el delantero Luis Suárez se abalanza sobre el defensa italiano Chiellini y lo muerde en el hombro. Hay una imagen, de hace un año antes en la Copa Confederaciones, en la que Suárez aparece detrás del mismo Chiellini, justo encima del hombro, con las fauces abiertas y los dientes prestos al ataque. En esa ocasión no lo alcanzó, aun así no era el primer caso, antes había mordido a dos jugadores más: a Ivanovic del Chelsie de Inglaterra y a Bakkal cuando jugaba en Holanda.

Este hecho, y su respectiva sanción, tuvieron diversas reacciones. Algunos, incluido el presidente de la nación, José Mujica, y la Asociación Uruguaya de Futbol (AUF) en pleno, optaron por la negación del hecho, incluso señalaron que el defensa Chiellini pudo haber tenido esa lesión previamente y exigieron un examen forense. La mayoría coincidió en que debía ser sancionado, pero que el castigo fue excesivo. Opinan que la FIFA no está juzgando al futbolista sino a la persona, al incluso prohibirle, como a los perros, la entrada a los estadios. Ramón Besa señala la doble moral del ente rector del fútbol, al sancionarlo con nueve partidos internacionales y la prohibición de ejercer cualquier actividad vinculada con el fútbol durante cuatro meses, pero sí permitir su venta a otro equipo: “Hay que mantener el negocio y aplicar el fair play. Así es de hipócrita la FIFA, de nuevo populista y arbitraria: no se sabe por qué meter el dedo en un ojo, dar un codazo, pegar un cabezazo o romper la tibia y el peroné sale más barato que un mordisco”[2].

Comparto lo que dice el columnista de El País de España sobre el ánimo de lucro descarado de la FIFA, su voracidad frente a los países organizadores del mundial. En cambio creo que tal vez sí haya una respuesta al porqué es más grave para el reglamento un mordisco que una patada alevosa que atente contra la integridad de un futbolista.

Es claro, un mordisco (bueno, depende del lugar) no te saca del partido, ni te incapacitaría para jugar el próximo, hay otro tipo de faltas con mayor riesgo para un futbolista. Un escupitajo es menos lesivo que un codazo, pero también tiene una sanción mayor (hasta ahora la mayor sanción en un mundial, un año, la tiene un iraquí por escupir a un árbitro; colombiano, por demás). No es la agresión al futbolista o a la ley (el árbitro) lo que se midió en este caso, es la amenaza a la sociedad en su conjunto lo que castiga la FIFA; hace siglos, suponen, hemos dejado de querer comernos unos a otros. Algunos casos de canibalismo aún presentes (los sobrevivientes de un accidente aéreo en los Andes, quienes terminaron comiéndose unos a otros para poder sobrevivir, casualmente eran uruguayos) nos convencen de que es un impulso superado por las personas normales. El hecho de que algunos lo hagan solo muestra lo extremo de la situación o lo trastornados que están; pero no la sociedad, esta ya ha superado su pasado animal, piensan.

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Alguien expresaba que el atractivo del boxeo es que va directo al motivo de toda contienda, abatir al rival. Pero la acción de Suárez está por fuera de la competencia, el futbol es un deporte de conjunto, al morder al rival no se está buscando derrotarlo (en el caso del futbol, anotar más goles que el rival), el impulso que satisface es totalmente egoísta, individual. Un mordisco no es una falta típica del juego del futbol, ni de ningún otro deporte. La mano de Dios, ese engaño que aún avergüenza a la FIFA, es una burla al reglamento, pero aun así la intención era buscar el resultado. En el caso de Suárez ocurre otra cosa. Suárez, la mayor parte del tiempo, juega para su equipo, pero a veces juega sólo para sí mismo. De ahí la severidad de la sanción de la FIFA, a un exceso se responde con otro exceso, se expulsa de la manada. Aquellos que se alejan del redil, siempre serán señalados y juzgados como el mayor peligro, ya que nos pueden recordar la clase de especie que somos. Pero, ¿qué clase de especie somos?

Aceptamos, no sin cierta alarma, que los niños muerdan en la guardería, un poco menos en el jardín y nunca en la escuela, al avanzar en la socialización solo se muerden los alimentos cuando comemos sentados en la mesa. Si persisten esas aspiraciones de morder y ser mordido, deben restringirse a la esfera de lo privado y, más aún, a lo íntimo. “Más que un castigo puro y simple, justo pero ciego, un caso como el de las mandíbulas de Suárez debería corregirse con una sanción condicionada: el jugador volverá a los campos de juego cuando un terapeuta certifique que su afición a hincar el diente ha desaparecido. Mientras tanto, que muerda algo en casa”[3]. Creemos que morder es solo un desperfecto momentáneo, una falla en la educación, que un terapeuta puede corregir, el impulso de morder a otro semejante queda por fuera de la esfera de lo humano.

Como pertenecientes a una noble especie, con el destino manifiesto de proteger a otras especies y salvar al planeta (por lo menos en las tiras cómicas), suponen, quienes hacen una lectura progresista de la teoría de la evolución, que el proceso de civilización y por ende de humanización (el cual empieza después de la hominización) consistió en una separación paulatina de los demás animales. Un humano es un animal que ha dejado de serlo; incluso la expresión “animal” se emplea en el habla cotidiana para designar a alguien bruto, de comportamiento instintivo y grosero. Pero tal vez esta idea no sea más que la elaboración secundaria que encubre un origen oscuro. La sociedad se sostiene en la amnesia del acto fundacional de sí misma.

Según Pascal Quignard, las primeras sociedades humanas se formaron como jaurías en busca de alimentos, primero como carroñeros y luego como cazadores, la idea de sociedad surgió de la imitación de las fieras que nos devoraban. No fue separándonos de los animales que nos convertimos en humanos, por el contrario, nos hicimos humanos imitando a los animales, a nuestros depredadores. De la caza fue emergiendo la domesticación, no solo de las plantas y los animales, sino de los semejantes, una expresión más elaborada, civilizada si se quiere, pero al fin de cuentas velada, de la cacería.

Posteriormente, las sociedades se mantuvieron en la amnesia de ese acto, infame para las costumbres de una especie hecha a imagen y semejanza de dios. La FIFA con su severidad sale a la defensa de los nobles orígenes de la sociedad, o más bien de su olvido. Ese mordisco nos trajo un pasado que preferimos desconocer. La sanción, inexorable, era imprescindible para que la gente de bien pudiera dormir más tranquila al saber que no somos “eso”, simplemente Suárez es un enfermo que merece castigo y, si es posible, ayuda psiquiátrica.

La naturaleza o la esencia humana es algo que sigue en discusión, otros optimistas dirán que en construcción; Nietzsche hablaba del hombre como algo que ha de-venir, y se entusiasmó con el Superhombre, seguramente a este no le habría quitado los dientes, ni hubiese sancionado el placer de usarlos a su antojo. ¿Qué es, entonces, lo humano?, seguimos ensayando maneras de ser.

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El acto de Suárez develó a la FIFA, su política intervencionista que no es otra que la del mordisco, el cual deja a la presa (el país anfitrión) herida y sangrante. Quizá en ningún otro caso como en este, la definición de política dada por el  diputado francés Jules Delahaye en 1892 se ajuste tanto a los hechos que presenciamos en este mundial: “Es el saqueo a plena luz del día de la fortuna de los ciudadanos, de los pobres, de los necesitados, por hombres que tienen la obligación de protegerla”[4]. Lo más asombroso de la definición es sin duda “a plena luz del día”. Al final, después de ayudarles a cargar el botín, hay que darle las gracias a la FIFA por el saqueo.

A los días, Suárez reconoció que sí había mordido a su colega, pidió públicamente perdón al afectado y a la sociedad en general y prometió no volver a hacerlo. Esta disculpa, presionada por el club dueño de los derechos deportivos del jugador tratando de mantener su valor comercial, dejó sin piso la teoría de José Mujica. A pesar de la ingenuidad del presidente de Uruguay fue de los pocos que entendió lo que se estaba jugando en esta sanción, y no dudó en tildar a los dirigentes de la FIFA como “una manga de viejos hijos de puta”.

Fue un acto egoísta, sí; antideportivo, sin duda; pero en todo caso liberador, mostró que algunos, a veces, pueden sacudirse, por un instante, de la domesticación que sostiene a la sociedad y nos mantiene obedientes a sus designios. A Suárez lo desactivaron, la FIFA le puso el bozal, y a través de él nos mandó un mensaje a todos: “no se les olvide que aquí la única que muerde soy yo”.








[1] Quignard, Pascal (2013). Los desarzonados. Buenos Aires: Cuenco de plata.
[2] Tomado de: “El bochorno de la FIFA” http://deportes.elpais.com/deportes/2014/06/26/mundial_futbol/1403801968_761269.html?rel=rosEP (Consultado el 26 de junio de 2014)
[3] Tomado de: “Afición a la dentellada” http://elpais.com/elpais/2014/06/26/opinion/1403811548_572009.html (Consultado el 26 de junio de 2014)
[4] Quignard, Pascal (2013). Los desarzonados. Buenos Aires: Cuenco de plata, p194.

martes, 4 de febrero de 2014

Con la nada entre las manos

Seda de Alessandro Baricco

En una noche de insomnio, intento todas las técnicas conocidas para atraer el sueño. Al fin me levanto, los músculos se tensan con el frío capitalino. Al frente está Monserrate, iluminado con luces navideñas parece aprobar mi decisión: prender un cigarrillo y releer Seda de Alessandro Baricco.

Hace exactamente un año, había comprado el libro en Buenos Aires, allí, en cambio, el calor era sofocante aun en las noches. La leí en un solo día mientras viajaba en el subte, cuando paraba en algún parque para descansar del trajín a la sombra de un árbol o cuando disfrutaba de un café en el Ateneo; antiguo teatro hoy convertido en librería. Su extensión es poco más de cien páginas, cuando regresé al hostel en la tarde, solo me faltaban los últimos apartados. Que una historia de viajes se leyera mientras me desplazaba de un lado a otro de la ciudad porteña me pareció un presagio.

Al regresar a Colombia hablé de ella con mis amigos, encantados también con la prosa de Baricco. Escribir sobre ella se perfilaba como un compromiso desatendido. Un año después, alistando el equipaje para viajar a Bogotá, incluí a último momento el libro, al lado de una selección de cuentos de Arreola. Pensé que esta insólita historia podría ser una buena compañía para un viaje de ocho días. Tal vez en esta ocasión alguna idea saldría para escribir sobre una obra que Italo Calvino hubiera aprobado con regocijo. Más que un homenaje al maestro, Seda evidencia que, como pocos, Baricco ha incorporado las propuestas de Calvino para el nuevo milenio: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. 


El libro está compuesto de sesenta y cinco apartados que en este caso son movimientos o piezas de baile. La musicalidad de Baricco resiste la traducción, es una obra idónea para ser leída en voz alta. Con Seda es posible bailar con la música del silencio. La narración es secuencial y cronológica sin pretender crear un cuadro acabado. Por el contrario, resaltan múltiples puntos de fuga que el lector debe seguir para completar los vacíos que surgen. La prosa está libre de cualquier digresión, con las mínimas oraciones, el esqueleto, diría un anatomista, presenta una multitud de imágenes simultáneas. La precisión de Baricco es la de un experto billarista.

El género de esta obra es indeterminado, para Baricco no es un cuento largo ni una novela corta, y es algo más que una historia de amor. Para mí es una obra que tiene la rapidez de un relato de viajes, la concisión de un poema y el encanto de las historias de amor que encubren una trasformación subjetiva. El protagonista, mientras viaja haciendo su trabajo, encuentra el objeto de amor, al final de sus días solo conserva historias por contar. Es la historia, no de lo que se gana, si no de lo que se pierde con los viajes, con la vida.

Hervé Joncour era, por deseo de su padre, un aspirante a oficial del ejército hasta que conoce a Baldabiou:

Tenía una idea, solo le faltaba el hombre adecuado. Se dio cuenta de que lo había encontrado cuando vio a Hervé Joncour pasar por delante del café de Verdun, tan elegante con su uniforme de alférez de infantería y orgulloso de su porte militar de permiso. Tenía veinticuatro años en aquel entonces. Baldabiou lo invitó a su casa, abrió delante de él un atlas repleto de nombres exóticos y le dijo
—Felicidades. Por fin has encontrado un trabajo serio, muchacho (Baricco, 1997: 16).

Termina ganándose la vida viajando a Japón, a través de Europa, África y Asia, para comprar huevos de gusanos de seda para un pequeño pueblo textil de Francia en el siglo diecinueve. Es un precioso caso de levedad sostener una novela con una estructura de tan delicado origen. Son estas delgadas cadenas las que usa Baricco para atrapar al lector sin forzarlo, es una invitación a la que se responde con una entrega.

La exactitud en el dibujo de los personajes recuerda a los pintores expresionistas,  con unos pocos trazos perfilan toda una historia. Esto dice Baricco de Hervé Joncour: “Gozaba discretamente de sus posesiones y la perspectiva, verosímil, de acabar siendo realmente rico le dejaba completamente indiferente. Era, por lo demás, uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla” (p. 11).

La imperturbabilidad del personaje es compartida por el narrador omnisciente que cuenta la historia, ajeno a cualquier valoración moral de las acciones de sus personajes. “Los productores de seda de Lavilledieu eran, quien más quien menos, gente de bien, y nunca habrían pensado en infringir ninguna de las leyes de su país. La hipótesis de hacerlo en la otra punta del mundo, sin embargo, les pareció razonablemente sensata.” (24) Esta bella ironía indica cómo Baricco rehúye el maniqueísmo de dividir a las personas en buenas y malas. Como lo reafirma en una declaración de Hervé Joncour: “—Debo comunicaros una cosa muy importante, monsieur. Damos todos asco. Somos todos maravillosos, y damos todos asco” (p. 77).


Del último viaje,  Hervé Joncour no trae ni los huevos ni la mujer que lo enamoró, pero él ya es otra persona. Alguien que palpó la nada, que escuchó el silencio, que vio lo invisible: “(...) permaneció inmóvil, mirando aquel enorme brasero apagado. Tenía tras de sí un camino de ocho mil kilómetros. Y delante de sí la nada. De repente vio algo que creía invisible. El fin del mundo” (p. 85).

Hervé Joncour comprende, al final de sus días, luego de varias pérdidas, incluida la de su esposa, que lo más buscado estuvo siempre al alcance de su mano. Esta es precisamente la historia de amor que mencionaba, de la cual no diré nada, no por evitar arruinar la lectura del libro, sino porque después de leerla se darán cuenta que no hay nada más que decir.


Quizá lo más curioso en la transformación de este personaje es su vivencia del tiempo. Luego de recorrer miles de kilómetros comprendió que el tiempo, como lo ha planteado la física desde Einstein, es una dimensión del espacio: “La vida discurría en voz baja, se movía con una lentitud absoluta, como un animal acorralado en su madriguera. El mundo parecía estar a siglos de distancia” (p. 42). Es evidente que nos movemos o detenemos a voluntad en el espacio, con el tiempo no ocurre lo mismo. Este nos atraviesa, inmutable, sin que podamos hacer nada. La disposición espiritual que alcanza este personaje le permite superar esta restricción: “Se puso a observar la luz que temblaba, borrosa, en la lámpara. Y, con cuidado, detuvo el Tiempo durante todo el tiempo que lo deseó” (p. 49).

La seda es, en sí misma, un símbolo de levedad, capaz de sostener lo más pesado. Algo que comprendíamos muy bien los niños cuando jugábamos a los elefantes que se balanceaban en la tela de una araña. “Una vez había tenido un velo tejido con hilo de seda japonés. Era como tener la nada entre los dedos” (p. 23). Asir la nada entre las manos, ¿no es precisamente esto lo que pretende un escritor avisado de la irrealidad de las palabras?


Baricco, Alexandro (1997). Seda. Barcelona: Anagrama.