La rosa púrpura de El Cairo
de Woodie Allen
En
cierta ocasión, un contertulio confesó no haber leído El Quijote. En vez de
recibir una recriminación por lo que sería un descuido imperdonable, el amable
interlocutor no solo lo admiró sino que lo envidió al evocar sus sensaciones
cuando leyó por primera vez las aventuras del hidalgo caballero. La fatalidad
que sentía Borges al acariciar los lomos de los libros que nunca leería, es
similar a la que siento cuando pienso en todas esas películas maravillosas que aún
no he visto. Afortunada o desafortunadamente, hoy he borrado una de la lista.
Durante
la semana había visto en televisión un anuncio que promocionaba un ciclo de películas
de Woodie Allen. En este, un seno gigante le tiraba leche al afamado director,
mientras el comentarista lo definía como el neurótico más aclamado del cine. He
visto pocas películas suyas, por pocas me refiero a unas veinte (que no
alcanzan a ser ni la mitad de las que ha dirigido, escrito o actuado), pero las
suficientes para reconocer en él a un bufón shakespeareano a quien más vale
escuchar. En un momento de mi vida, sus películas me parecían verbosas y
aburridas, por lo que dejé de verlas. Desde hace algunos años mi opinión ha cambiado,
y hoy me sentí privilegiado de no haber visto antes La rosa púrpura de El Cairo.
La
película es uno de los mejores homenajes que el cine se hace a sí mismo. No
solo acompañó la noche de un sábado lluvioso, sino que sus diálogos me hicieron
reír sin parar, la trama me sorprendió de principio a fin y me conmovió hasta
las lágrimas cuando la protagonista decide vivir en la realidad y no en la
ficción donde todo es posible. Sin dudarlo, yo hubiera elegido la ficción, pero
Allen es un artista que conoce el valor de no ceder a la tentación del mínimo
esfuerzo.
El
argumento es simple y eficaz. En los tiempos de la Gran Depresión en Nueva
York, Cecile, una mesera abusada por su esposo, lleva una vida mustia. A pesar
de esto, cada día es animado por la expectativa de asistir, luego del trabajo,
a la sala de cine. Allí no es una cliente más: saluda y llama por el nombre al
taquillero, al vigilante y a todos en la cafetería, donde siempre pide maíz soplado.
En el trabajo, en los pocos momentos en que logra sustraerse al asedio del jefe
y de los clientes, habla de la película más reciente con su compañera y,
mientras lo hace, su rostro resplandece. En la última semana, cada día ha ido a
ver la misma película, La rosa púrpura de
El Cairo, y mientras más la ve, mayor es su compenetración con los
personajes.
En
la casa de Cecile está su esposo ─un haragán, jugador y mujeriego que vive cómodo
gracias a ella─, había intentado dejarlo, pero el retorno fue inevitable. Un
día acontece lo inesperado pero posible en el multiverso. Había visto cinco
funciones seguidas esa tarde, cuando uno de los personajes de la película, Tom,
un arqueólogo de Chicago, aventurero y gentil, abandona la pantalla para
decirle a Cecile que la ha observado todo el tiempo y que está enamorado de
ella. La película se detiene, los actores paran el libreto y empiezan a
increpar a Tom. Los espectadores a su vez reclaman, pues no han pagado por
observar cómo los actores se quedan discutiendo. Cecile y Tom abandonan la sala
y empiezan a vivir un romance.
La
detención de la película es la noticia en todo el país. Es posible ir a la sala
y presenciar el suceso: en la pantalla ya no hay cine, solo personajes en
huelga que hablan sin libreto. Mientras
tanto, los productores ven amenazada la industria del cine y Gil, quien
interpretó el papel de Tom en la película, aparece en la ciudad tratando de
convencer a su personaje de que acepte su irrealidad y regrese a la pantalla. Tom
insiste en que está enamorado y que prefiere la libertad; ante la negativa, Gil
empieza a tramar una red más sutil: cortejar a Cecile.
Al
no tener a la mano todo lo que necesita para sobrevivir como en el cine, Tom
ingresa de nuevo a la película, pero esta vez con Cecile. Al principio los
otros actores manifiestan su rechazo por los cambios que ello traería en la
película, pero terminan por aceptarla. Cuando todo parecía encajar dentro de un
final esperado y deseado por el romántico espectador, la veleidosa fortuna
mueve sus hilos. Gil entra a la sala y le dice a Cecile que la ama y, lo más
importante, que él sí es real. Es el momento crítico, ambos quieren ser
elegidos, en apariencia son el mismo hombre, pero la disyuntiva es entre la
ficción y la realidad. Al proponerle a Cecile una vida con él en Hollywood, Gil
termina por convencerla. Ante la derrota, que es también la mía, Tom se despide
con hidalguía y regresa a la pantalla.
Ilusionada,
Cecile se va a empacar para el viaje, ahora sí con la determinación de
abandonar a su esposo. Acude puntual a la cita convenida con Gil en la entrada del
cine donde están desmontando el letrero de la película y anunciando otra.
Pregunta por él y le informan que ha partido ya… comprende el engaño. Sin nada,
tan solo con su maleta, hace lo único que alienta su vida: ver cine. Mientras
ella ve la película, nosotros vemos su rostro: contrito al principio, se transforma
hasta trasmitir la placidez y beatitud que solo brinda la percepción de la
belleza.
La
película es un juego de espejos, de dobles en conflicto. Empieza con una toma
de la cartelera del cine donde exhiben una película con el mismo nombre: La rosa púrpura de El Cairo. Es decir, vemos
la misma película que los personajes que entran a la sala, haciendo borroso el
límite entre el adentro y el afuera. Luego, al salir Tom de la pantalla, evidencia
que no solo los espectadores proyectan sus propias vidas en las historias de
los personajes, sino que los actores a su vez responden a los anhelos de los
espectadores. De esta manera, el cine existe más allá de las pantallas, en
cualquier lugar.
Con
un artificio elemental, un personaje que sale de la pantalla, Allen crea toda la
tensión de la historia. Ese acto de Tom está precedido de una determinación:
dejar de ser; la misma que enfrentó Alonso Quijano antes de convertirse en caballero
andante. Tom decide rebelarse, desafiar el destino, salirse del libreto en el
cual todo estaba decidido desde antes. Pero Allen no permitiría que nos quedáramos
con ese mensaje trivial: dejar la realidad y entrar en la ficción o abandonar la
fantasía y volvernos adultos. Para Allen el cine, la ficción, hace parte de la realidad,
no es solo su representación; es justo el lugar de donde emerge triunfante con
cada nueva obra. No vemos una película para evadirnos de la realidad, sino para
descubrir que la vida misma es tan mágica que trae consigo el veneno y el
antídoto.
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