miércoles, 14 de agosto de 2013

Una promesa por cumplir

Semejante a un grito burlón, la puerta se cerró con un estruendo gutural salido de una garganta metálica, como el final de la arcada de un vómito, precedido del chirriar de los goznes. Me sentí expulsado como un desecho, los guardias de la prisión nunca me miraron a la cara, como si trataran con un balde de mierda. Hace cinco minutos estoy parado en frente de la puerta de la cárcel sin saber qué dirección tomar. No tengo más que la ropa que llevo puesta, mi billetera con mis documentos de identidad, el dinero justo para pagar un pasaje en bus, y una bolsa con tres pares de medias y unos pantaloncillos. En realidad, no quería salir, me sentía a gusto adentro. Después de que te acostumbras a chupar vergas, la vida se te hace fácil en la cárcel: dinero para cigarrillos, yerba y comida. Lo demás es ver televisión sin hablar con nadie en el salón, acostarte temprano y no meterte en líos. No se puede aspirar a una vida más plácida. Además, adentro me sentía a salvo de mí mismo, protegido del hecho de verme obligado a cumplir la promesa de terminar lo que dejé incompleto antes de llegar aquí. Al principio, cuando me trajeron a este lugar, hacía ejercicio todas las mañanas. Mientras corría alrededor del patio me alentaba pensando que el tiempo pasaría rápido hasta el momento de salir para matar de verdad a Elizabeth. Lo más cabreante del mundo es saber que estás encarcelado porque intentaste matar a alguien, no porque solo quisieras intentarlo, sino porque de manera inexplicable una persona se salva de un disparo en la cabeza. Y yo pagando cana, y ella muy oronda tomando sopitas, yendo a fisioterapia. Y yo corriendo, dándole cientos de vueltas al patio húmedo, prometiéndome acabar mi tarea en cuanto salga. Después ya no quería salir, no solo porque había encontrado una manera tranquila de vivir, sino también porque no quería traicionarme a mí mismo: sospechaba que al enfrentarme con la calle me daría cuenta de que me había acobardado. Pero también era como una especie de hastío anticipado de tener que matarla de nuevo, o mejor dicho, matarla esta vez de verdad. Durante mucho tiempo logré olvidarme de que algún día saldría. Hasta que una mañana me llamaron al locutorio, donde estaba el abogado que el día de la condena me palmeó en el hombro con desgano, con un gesto en el rostro que significaba “esto se veía venir”, sin prometerme una apelación, diferente a lo que pasa siempre en los juicios de las películas. Esta vez me sonrió y me abrazó para decirme que tenía mi boleta de libertad condicional. Por una extraña razón que no quise averiguar, él había hecho la cuenta del tiempo de la pena y el tiempo legal para salir por anticipado. Con el mismo poder que le di para que me representara en el juicio, además de indagar por mi comportamiento (“impecable”, decía el informe), gestionó mi libertad. Me dio un poco de pena por él porque no pude alegrarme. Se marchó algo desconcertado. Desde entonces han transcurrido tres días, y ahora estoy aquí, recibiendo este sol matutino que no quema sino que pica. No me he movido porque estoy retrasando lo que ineluctablemente tendré que hacer. Tomaré un bus hasta el centro; de cualquier manera enredaré al Zarco para que me alquile un revólver con la promesa de pagarle después de terminar la vuelta. Se la pintaré tan buena y tan segura que incluso me prestará plata, y tomaré otro bus hasta la casa de Elizabeth (por mi hermana supe que vive aún en el mismo lugar con su mamá). Tal como lo hice la vez anterior, tocaré el timbre, en cuanto abran patearé la puerta y la buscaré en todas las habitaciones (según me ha dicho mi hermana, siempre está encerrada, no puede trabajar porque quedó turuleta después del disparo). Estará viendo telenovelas, o tomándose una de sus sopitas. Quizá ya no sea capaz ni siquiera de sorprenderse. En esta ocasión no le dispararé una sino seis veces en la cabeza. Estoy seguro de que de esa no se salvará. Pero en esta oportunidad no huiré, no me esconderé, esperaré sentado en el umbral a la policía. Probablemente en setenta y dos horas estaré de vuelta aquí. Esta puerta se abrirá de nuevo y tendrá que volver a tragarse su vómito, los guardias tendrán que reintegrar el balde de mierda del que creían haberse librado. Volveré a chupar vergas. Viviré, ahora sí, tranquilo. Sin rabia. Sin promesas por cumplir.  

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