miércoles, 30 de octubre de 2013

Orfandad cósmica

 Yo idolatraba a Willy, ¿cómo podría decirlo de otra manera? Para mí, en aquellos años, un ídolo era un ser venido de otro mundo. Y Willy sí que lo parecía. Para convencerse de ello bastaba ver su modo de andar, bamboleándose con cierta cojera, sus brazos y sus piernas agitándose involuntariamente, como si sus articulaciones estuvieran unidas con cuerdas. Cuando se movía parecía el esqueleto humano que había en el salón de biología, adonde las niñas no se atrevían a entrar porque entre varios compañeros alzábamos la osamenta y hacíamos como si caminara, y lo más gracioso era que se zangoloteaba como Willy. De igual manera, su casa parecía de otro mundo, con ese montón de muebles y adornos de madera oscura (en mi casa todo era de tubos blancos o de madera clara), tan atiborrada que incluso parecía faltarle la luz a cualquier hora. La comida también parecía traída de otro planeta con esos sabores amargos, picantes y salados. La verdad, no disfrutaba mucho los platos que me ofrecían (nunca he soportado los sabores fuertes), pero me gustaba estar en la mesa con su papá, su mamá y sus dos hermanas. Eran muy divertidos, y me encantaba esa fragancia de aloe que expelían sus pieles. Todo esto ejercía en mí una fascinación avasallante. Por eso trataba de pasar el mayor tiempo posible junto a él. No estábamos en el mismo grupo en la escuela, pero en cuanto almorzaba, yo salía corriendo a tocar la puerta de su casa (ubicada al frente de la mía) para invitarlo a vagabundear. Caminábamos toda la tarde, inventando juegos con lo que se nos atravesara: una rama, una piedra, un grillo, un envase. De esos vagabundeos me gustaba mucho que Willy no hablara. De hecho, casi nunca lo hacía ni en la escuela ni en su casa. Yo sí que hablaba. Le contaba historias fantásticas sobre mis experiencias sexuales, excursiones cinematográficas con otros amigos (todos imaginarios), compras de artículos inverosímiles y otras invenciones. La impasibilidad del rostro de Willy ante mis narraciones no me permitía saber si las disfrutaba o no, si se burlaba de mí o si festejaba mis audacias. Siempre tenía esa cara de no sentir ni entender nada. Solo dos veces lo vi turbado. Una de ellas fue cuando le rompí la cara de una pedrada, sin querer, por supuesto. Ocurrió una tarde en un sendero del parque, cuando encontré una piedra redonda. Después de sostenerla unos segundos, la lancé hacia arriba, con la plena convicción de que no caería sino que seguiría subiendo hasta perderse en el espacio exterior. Contrario a mis expectativas, la piedra empezó a caer poco después de haberla lanzado. Cuando miré hacia abajo, tratando de predecir dónde caería, vi que se dirigía justo hacia la cabeza de Willy que se entretenía partiendo una rama. Grité su nombre para alertarlo. El volteó, y en el mismo instante en que me miró, la piedra lo golpeó en el pómulo izquierdo. De inmediato se acuclilló, dejó caer la rama y se llevó las manos a la cara. Me puse junto a él de un salto, y me agaché para ver qué le había pasado. Me miró como pidiéndome que no lo dejara caer a un abismo. Fue la única vez que vi terror en sus ojos. Aunque la herida sangraba profusamente, ya de camino a casa Willy no intentaba detener la hemorragia ni limpiarse el rostro. Como consecuencia de esa pedrada, a Willy le quedó una cicatriz magnífica en forma de una pequeña serpiente, que no cambió su expresión imperturbable, por el contrario, la acentuó. Esa forma de mirar, ahora potenciada, tan alejada de este mundo, me hacía pensar que Willy estaba a salvo de cualquier sufrimiento, y yo lo envidiaba por eso. Esa envidia me llevó a robarle, tal vez con el propósito de obtener algo de su extraño mundo. El robo sucedió un atardecer que se alargaba casi hasta las siete, por eso recuerdo el episodio bajo una luz onírica. Después de una de nuestras excursiones nos disponíamos a entrar a su casa. Cuando estábamos en la entrada del jardín él vio algo en el suelo, lo recogió y resultó ser un billete. En ese momento imaginé que esas eran las señales que Willy recibía de su mundo, desde donde alguien disponía todo para facilitarle la vida, de ahí que no se ocupara de esta realidad. Pero al instante siguiente maldije la entidad protectora de mi amigo y lamenté mi orfandad cósmica. Luego me asaltó la convicción de que ese billete estaba destinado a mí, pero la arrogancia de Willy lo hacía pensar que todas las señales iban dirigidas a él, inferí. Sin embargo, no dije nada y entramos a la casa. Willy se dirigió de inmediato a su alcoba y puso el billete, con mucho cuidado, en la parte alta de su armario. En un momento en el que fue al baño, tomé el billete y lo escondí en mi zapato izquierdo. Cuando regresó lo invité afuera a patear el balón un rato. Ya en mi casa, el billete me pareció un objeto en verdad extraterrenal, con unos extraños dibujos diminutos. Casi no dormí de la emoción que sentía por ser el propietario de tal prodigio. Al otro día se lo enseñé a todos mis compañeros de grupo y después del almuerzo lo guardé en mi armario antes de ir a buscar a Willy. Lo encontré sentado en la entrada del jardín, contemplando sus zapatos con mirada triste (fue la segunda y la última vez que vi su rostro turbado por algo). Verlo así me entristeció a mí también. “¿Qué te pasó?”, le pregunté. “Se me perdió el billete”, me respondió, a punto de llorar. Enfrentado a sus ojos, comprendí qué era la compasión, pero no podía decirle que yo me había llevado el billete, con seguridad no me hubiera perdonado haberle infligido ese dolor, incluso podríamos dejar de ser amigos después de una confesión tal. De pronto, comenzó a llorar sin hacer ningún ruido, y una lágrima recorrió su cicatriz. Esta exacta coincidencia me pareció un espectáculo tan maravilloso que no me resistí y recogí su lágrima con mi pulgar, sintiendo la rugosidad de su cicatriz, un contraste entre la suavidad del líquido y la aspereza de la piel injuriada. Me detuve en esa sensación, no sé cuánto tiempo después abrí mi mano para sentir también la tersura de su mejilla. Él no se movió, ni siquiera me miró, tampoco dijo nada. Mientras me deleitaba con esa discrepancia entre el líquido, la cicatriz y la piel intacta, mi mamá me gritó desde la puerta de nuestra casa: “Vení ya mismo”. No tuve más remedio que dejarlo solo con su tristeza. Al entrar, vi que mi mamá tenía una correa en la mano, una muy mala señal que anunciaba un inminente suplicio sin apelación. Antes de gritar de nuevo me asestó el primer correazo. Vociferaba con esa profusión de saliva que la caracterizaba cuando la dominaba la rabia. “¿Qué te he enseñado?”, bufaba, “¿por qué tenés que hacer esas cochinadas?” Cuando escuché esto empecé a lamentar haber robado ese billete. ¿A qué más podía referirse con “esas cochinadas”? No tenía idea de cómo se había enterado, pero era inútil intentar averiguarlo. Lo mejor era pedir piedad. Entonces empecé a gritar en medio de la andanada de correazos: “perdóname, mamita, no lo vuelvo a hacer”, acentuando el tono de terror e intercalando lloriqueos agudos. Cuando ya estaba cansada, paró la lluvia de correazos, respiró hondo varias veces y al final dijo: “Está bien. No lo volvás a hacer. No quiero verte otra vez tocando a ese negro”. Hasta ese momento yo no había caído en cuenta de que mi amigo pertenecía a esa categoría que le revolvía las tripas a mi mamá. Su boca se convertía en una mueca como de vómito cada vez que despotricaba de “esos negros”. Nunca me había imaginado que mi ídolo pudiera despertar esos sentimientos de animadversión. Es más, podría decir que hasta ese momento yo no había visto que Willy era negro.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Una razón para escribir


 
Cómo alguien deviene escritor es una pregunta tal vez obligada en las entrevistas sobre la creación literaria, pero en principio es un enigma que un lector atento busca descifrar en la obra de los escritores que lo conmueven. La literatura nos ofrece algunos atisbos explícitos, como es el caso de Cartas a un joven poeta, un testimonio de los avatares a los que se debe enfrentar un escritor en ciernes. Allí, Rainer Maria Rilke, luego de suscitarle la pasión por capturar la belleza en imágenes, le da a su aprendiz la indicación esencial para seguir su camino: dedicarse a la escritura sí y solo sí es lo único que puede mantenerlo con vida, “admita que usted moriría si se le prohibiera escribir”[1]. El futuro escritor debe poner su vida en función de la escritura, para que esta sea algo auténtico y no un entretenimiento pasajero.

Difundido en algunos medios literarios, dicho precepto, en apariencia certero y bien intencionado, encierra la falacia de que el escritor pertenece a una estirpe privilegiada. El acto de escribir, pensado de este modo, alimenta la vanidad de los que aspiran a la eternidad. Así, la escritura es un arreglo floral y la vida apenas un anhelo de un futuro que rectificará el pasado. En contravía a esta corriente, existen algunos autores que no ubicaron en el más allá la motivación de su escritura. Es el caso de Reinaldo Arenas, quien se asumió efímero y disfrutó con fervor los placeres fugaces. 

La vida del festivo escritor cubano no estaba en función de la escritura para la consecución de un noble ideal. Desde su infancia advirtió la cercanía de la muerte, obligar al mundo a ser distinto por medio de las palabras fue el talismán con el que protegió su vida. Su obra no fue una evitación o un triunfo sobre la muerte, fue la celebración de su inmanente presencia. En su autobiografía –empezada en las azoradas noches de la Habana cuando era un prófugo de la policía castrista y terminada bajo los padecimientos de una enfermedad terminal en un cuarto de Nueva York– nos da su testimonio: “La muerte siempre ha estado muy cerca de mí; ha sido siempre para mí una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme solamente porque entonces tal vez la muerte me abandone”[2]. Su escritura fue un hechizo  con el que venció el miedo paralizante frente a la acechanza de la muerte y, a la vez, el caudal que le permitió gritar lo que el buen juicio ordenaba callar. 

El germen de este ímpetu es lo que nos insinúa en Celestino antes del alba. Es el estreno en el ámbito editorial de Reinaldo Arenas (1968), la primera novela de una pentagonía que no alcanzó a publicar en su totalidad.  El escenario de la narración es una finca en un alejado pueblo tropical donde habita la familia de Celestino: su abuelo, un mayoral con todos los atributos del padre de la horda primordial; su abuela, entrenada para odiar, se lamenta de su progenie y de lo que le ha permitido a su esposo; su tía, una mujer burlada y deshonrada por un hombre que la abandonó; su primo, el niño-narrador, amedrentado por los ataques de su madre y abuelos, recibe de improvisto la gracia de poder contar la historia. En un ambiente insalubre y amenazante, cada personaje solo desea la muerte de los otros, y la propia. 

Excepto Celestino. Llegó a la casa de sus abuelos luego de la muerte de su madre, quien compartió la suerte de su tía, pero a diferencia de esta no quiso esperar más. Junto a la inquina natural de sus familiares, Celestino debe soportar el oprobio por la acción más infame, escribir: “Escribiendo. Escribiendo. Y cuando no queda ni una hoja de mangüey por enmarañar. Ni el lomo de una yegua. Ni las libretas de anotaciones del abuelo: Celestino comienza a escribir entonces en los troncos de las matas”[3].

Escribir poemas fue la ofensa mayor que Celestino infligió a sus parientes. Los vecinos dejaron de hablarles por lo deshonroso de su conducta. “Abuela dice que se le cae la cara de la vergüenza al pensar que a uno de sus nietos le haya dado por esas cosas. Y abuelo (con el hacha siempre a cuestas) no hace más que maldecir”[4]. Las acciones son vertiginosas y alucinantes. En un ambiente onírico se desarrolla la historia que no tiene principio ni final, en ella resaltan secuencias pero solo para quedar subsumidas en una atmósfera general de acoso y persecución. Como en Pedro Páramo, los personajes viven como muertos y mueren para nunca descansar; no hay posibilidad de escape.

Su primo, el niño-narrador, es el único que lo acoge, y desde el primer encuentro descubre una cercanía profunda con Celestino: “Y empezamos a hablar como ya estábamos acostumbrados: sin decir ni media palabra”[5].  Aparte de compartir el lecho, los juegos, los miedos y los sueños, Celestino se convierte en su héroe. No es un detalle menor que la novela la narre un personaje secundario. Indica que el escritor no es el héroe, ya que desde Homero los héroes mueren jóvenes. El escritor es quien sobrevive para contar la historia, como en el caso de Horacio en Hamlet. Esta novela muestra que Reinaldo Arenas también los supo, pero tal vez  no pudo sustraerse a la tentación de convertirse en héroe.

La novela escenifica la pugna constante entre la creación y la destrucción, entre el devenir y la eternidad. Cada vez que Celestino avanza en la escritura del poema infinito, que no es más que la vida en busca de su realización, el Abuelo, nuevo Cronos que devora a su prole, pasa con el hacha derribando los árboles; no sabe leer, pero entiende que esas líneas encierran algo bello. La eternidad no permite que la creación vea la luz, pues solo acepta la perenne repetición de lo mismo. Celestino no teme al Abuelo, su poesía es un desafío, es el arma con la que el héroe se enfrenta y derrota a la eternidad, por más que derrumbe todo lo que escribe.  Para mí, Celestino, niño-viejo que escribe poemas en los troncos de los árboles, es un personaje que guardo como un regalo. Es la voluntad poética encarnada en una voz que replica la belleza de la que carece el mundo. Su inquieto silencio, su eterno dolor nos hablan del desgarramiento que experimentan los seres abrumados por la belleza en un entorno que la rechaza. 
                                              
Esta novela corta, o gran poema épico, es una obra sobre el origen de la escritura. Además de recrear varios sucesos de la infancia de Reinaldo Arenas, representa el drama de un escritor en guerra con un sistema que lo constriñe y hostiga; pero que, como una maldición, no puede dejar de dibujarlo en sus creaciones literarias. Para Arenas la muerte estaba asegurada, y mientras la esperaba… escribía. Rilke habría muerto si le hubieran prohibido escribir. Arenas por su parte deseó la muerte cuando ya los muchachos no lo miraban en los sitios de ligue.  Hasta ahora he presentado ambas experiencias, la de Rilke y la de Arenas, como antagónicas. En realidad, son dos facetas distintas que conforman un mismo altar para la muerte. La primera es una aspiración al más allá, una escritura con la eternidad como horizonte. En la segunda, si bien habita el más acá, la tierra, el presente, la vida queda ahogada en la omnipresencia de la muerte; al no saber vivir de otro modo que no fuera con la muerte a cuestas, Reinaldo Arenas se bebió la vida de un solo sorbo.  

Su escritura es un sorbo, eso sí, del mejor ron que se ha producido hasta ahora en la isla de Cuba. Desde Celestino antes del alba, pasando por El mundo alucinante y El palacio de las blanquísimas mofetas, hasta llegar a su autobiografía Antes que anochezca, su obra es una de las más intensas e imprescindibles de la literatura latinoamericana. A parte de las comentadas aquí, pueden existir muchas razones por las que alguien decide escribir, o tal vez no haya ninguna especial. Devenir escritor quizá sea el producto de una serie de acontecimientos indescifrables, o acaso solo sea el afán de un impetuoso lector que intenta encontrar un porqué para sentarse a escribir.






[1] Rilke, Rainer Maria (1996). Cartas a un joven poeta. Barcelona: Norma, p14.
[2] Arenas, Reinaldo (1992). Antes que anochezca. Barcelona: Tusquets, p23

[3] Arenas, Reinaldo (1980). Celestino antes del alba. Caracas: Monte Ávila editores, p16
[4] Ibíd., p.97
[5] Ibíd., p. 11

miércoles, 16 de octubre de 2013

No hay nada que ver

Por Fernando Agudelo

Considerando la inestabilidad del terreno y la imprudente llegada de los vientos del oriente, que por ciertas épocas del año visitan las planicies abandonadas de aquellas tierras arrasando los capotes de los autos y los postes que sirven como tendederos de ropa, decidió construir un hogar subterráneo. La idea no era muy original, si bien ninguno de sus vecinos lo había hecho antes. Las ventajas eran evidentes: mucho más calor almacenado, posibilidad de ampliación ilimitada, pero sobre todo, la certeza de poder ausentarse en el mismo punto sin necesidad de acudir a técnicas extrañas y excentricidades inútiles como las realizadas por algunos de sus compañeros de estancia que habían decidido, en actitudes francamente intolerables, marcharse; tapiar sus casas; dedicarse a labores agrícolas; construir barcos; experimentar nuevos usos de los cardos, tales como elevarlos atados a un cordel, viajar con ellos en los bolsillos, llevarlos a los supermercados, depositarlos en la sección de quesos y espiar sus actuaciones o simplemente recolectarlos, hacer bolas y dejarlos en la buhardilla hasta que optaran por separarse.

Debía elaborar un plano y seguir las especificaciones de la arquitectura subterránea moderna que, dentro de sus nuevos lineamientos, tanto de estructura como de ornamentación, recomienda olvidar las columnas y soportes externos y centrarse mejor en la construcción de espacios bajos que den al desplazamiento del cuerpo la sensación de serpiente que tanto merece y precisa. Se establecería así todo un estilo de desplazamiento inusual que reemplazaría la obsoleta posición simiesca y erguida que acostumbran los habitantes de este lugar, la cual, quizás, está en la base de su necesidad de imitar todo lo que ven y lo que no. 

Pero, ¿qué reptil hace planos para vivir? Los únicos que planean algo son los que van a pie y luego en camioneta, y no siempre les funcionan los planes ni los planos. Lo mejor es comenzar a excavar y terminar pronto con este techo a treinta y cinco centímetros de altura y abrir un salón lateral que sirva de dormitorio, con un pozo profundo para usarlo como letrina, lo difícil será sentarse. Después, construir un sendero mullido que sirva de corredor y una dorada chimenea en el centro, excavada poco a poco y sembrada de leños crujientes que elevarán una estilizada columna de humo evocativa de la delgadez y austeridad espacial diseñada en la arena, amén del calor que esparcirá por toda la casa. Así reptar será un oficio cálido.

Los niños, los fisgones del hoy y del mañana, responden más prontamente al llamado natural y comienzan a indagar ocularmente. Con palitos de erguén amarrados unos de otros abren agujeros del diámetro de un ojo pequeño y observan a El Serpiente que ya se mueve de un lado a otro. Grita que les dirá a sus papás que están destruyendo la casa de un vecino. Pero los niños durante la comida cuentan lo que ven y los padres no pueden creerlo, teniendo como premisa que hay que ver para creer, y no ver también para llegar a la misma conclusión. Entonces deciden fisgonear otro día porque ya no son niños y pueden dilatar un deseo al menos por algunas horas.

Entre tanto, los niños van lanzando sapitos y salamandras por el agujero de la chimenea. En los documentales han visto a las serpientes comer eso, también ratas y hombres, sólo que un papá no cabe por la chimenea, pero un amiguito sí, por lo que hay que pensar quién sirve de comida para El Serpiente, quien mientras tanto ha asegurado su alimentación, precaria, pues no había pensado en ello. Siempre hay algo que se pasa por alto, y evitando pensar en excentricidades, la comida se esfuma de la mente. Repta hasta la hornaza dispuesta para asar los sapitos, que crujen durante algunos segundos para ser devorados después en el salón lateral. Esta solidaridad involuntaria de los niños sólo puede ser explicada por un instinto animal que los recorre a cada momento como una adhesión de especie y que se va extinguiendo con los años para dar paso a una nueva faceta de tecnología mental mecanizada que hará de ellos adultos preocupados por llantas o transporte de quesos o maquinaria, no importa qué. El caso es que cambian (aunque siguen siendo animales) y se les olvida que pueden alimentar un Serpiente por el agujero de una chimenea y ver cómo dobla la esquina de la alcoba principal para ingresar al baño donde depositará el sobrante de los ratones y las salamandras que a fuerza de costumbre come sin dificultad. 

Hasta que un día cae un niño, o mejor lanzan a un niño o pegan a un niño, el dato objetivo es que hay un niño asándose al carbón y no se niega que el instinto carnívoro de un hombre es fuerte y perenne como el canto de una cascada, así se haya convertido en serpiente, y ese olor seduce. Pero algo por dentro, más allá de la posición corporal y de la especie animal a la que se pertenezca, invita a abandonar el deseo de dar un buen mordisco a la jugosa carne y desplazarse hasta la hornaza, retirar al niño y dejarlo llorar, porque de allí no puede salir debido a su regordeta figura.

Sí ve, por ser tan gordo no puede moverse, le dice El Serpiente al crujiente llorón y sale arrastrándose hacia la cocina para regresar con un poco de agua extraída del pozo subterráneo, se la ofrece y espera a que algún papá haga cuentas, se percate de la falta de un hijo y comience su búsqueda.

Aunque ya hay una preocupación general más apremiante que el faltante infantil, corresponde a las autoridades sofocarla. Es inexplicable, increíble, sospechosamente peligroso que un hombre decida enterrarse y parecer una serpiente cuando hay muchas otras actividades más lucrativas que pueden ser observables y criticables sin tantas dificultades. Además, no deben incentivarse en la mente imaginativa de los niños ideas improductivas y cercanas a una atrocidad animal sin precedentes dentro de la comunidad. Sin embargo, conociendo bien a dicho vecino, examinando rigurosamente los recuerdos sobre él y sus comportamientos, era previsible tal decisión.

Era un espécimen raro desde hace rato, dice el padre de uno de los fisgones.

Siempre hacía cosas que ninguno de nosotros hacía, dice otro.

El asentimiento de los padres junto con el de las madres, confirma que el pasado de El Serpiente es mucho más bestial que su condición actual. Por tanto, su transformación se revela ahora como una consecuencia inevitable por ser él mismo distinto a ellos. Pero en fin, no es de identidad ni mucho menos de detalles de personalidad en lo que se encuentran interesadas las autoridades, sino en la manera de hacer salir, atrapar y juzgar a aquel disociador anticomunitario de quién ahora se sabe que tiene un niño gordito en su poder con no se sabe qué indigestas intenciones. El llanto de la madre gotea por la chimenea y humedece los pequeños leños de El Serpiente. Aquello lo impacienta  aún  más que el hecho de que no lo escuchen cuando les grita que para salir, el malnacido culicagao entrometido este, que ya se ha vuelto aficionado a las salamandras y las devora con fruición, debe adelgazar, porque no cabe por el agujero de la chimenea. Nadie se explica por qué una cosa luego de entrar se niega a salir por la misma hendidura por donde entró. Sin embargo, no racionalicemos en un momento tan apremiante como el que vive El Serpiente con un huésped inoportuno y hambriento.

Entre tanto, la policía, haciendo gala de su efectividad, declara haber localizado al menor desaparecido y se apresta a rescatarlo, no sin antes advertir la naturaleza salvaje del captor y el total desconocimiento de las razones del rapto.  Aunque hay claros indicios, por los testimonios recabados, de los signos de perversión de El Serpiente y el interés por hacerse a un niño como forma de aprovisionamiento para los meses de invierno. Es decir, para servir de alimento. Esto explica claramente que eligiera a un niño bien nutrido y no a un escuálido hijo de padres trabajadores que probablemente solo se alimenta de cereales y arroz con huevo. Pero estas son especulaciones de la autoridad. Los hechos son hechos y la claridad es el signo que acompaña las devastadoras intenciones del subterráneo hombre-serpiente. Además, un aspecto un poco más técnico se eleva dentro de la mente perspicaz de los investigadores: la posibilidad de que el niño desarrolle una nueva variante del síndrome de Estocolmo y decida, merced a su mente trastornada a causa del trauma por el secuestro, no enamorarse sino identificarse con su raptor y se transforme en una nueva cría de serpiente.

Aunque no lo crean, una preocupación similar asalta a El Serpiente sobre el comportamiento manifestado por el niño fisgón. Pues si él mismo decidió arrastrarse, nada, dentro de un razonamiento sano, juicioso, ponderado, podría negar la posibilidad de que el niño se transforme en un hurón o en cualquier otro enemigo de aquel animal que se mueve sobre su vientre, lo que tendría como resultado un peligro inminente para su vida. Además, por la voracidad del niño no habría nada de extraño si su hambre terminará dominando el poco cerebro que ha desarrollado. Nunca se sabe. Por tal motivo, las raciones de salamandras y sapitos son cada vez mayores para el niño, con el fin de apaciguar su apetito antes de que ingresen los cuerpos de rescate, o quien quiera que vaya a ingresar al hogar subterráneo a llevarse a la bestia.

En la superficie, los medios comienzan a cubrir la noticia y no dejan escuchar con su alboroto los gritos de El Serpiente, la masticación rápida del niño ni las comunicaciones de la policía que se apresta a irrumpir en las entrañas del hogar de un desadaptado.

¿Hace calor? ¿Hace frío? ¿Llueve? A quién le importa, si las lágrimas de una madre opacan cualquier sol o sobrepasan cualquier lluvia. Las señoras se visten bien porque parece que ha llegado Animal Planet a filmar.

¡Pero que no es un animal!, le dicen las vecinas al camarógrafo.
¡Cómo que no! Si se arrastra, y antes caminaba en dos patas.
Más bien es una mente criminal.
Ah, una Criminal Mind. También sirve.

En este momento, la policía enciende periódicos para hacerlo salir, esgrime garrotes, retira a los curiosos mientras el más perspicaz se pregunta qué harán si cuando lo atrapen le dan la casa por cárcel; porque no es lo mismo tener a un delincuente en la puerta de la casa, o saliendo a la tienda, o escapando a robar otro poco que tener a una serpiente. ¿Quién le va a hacer la visita domiciliaria o va a revisar que no tenga televisor ni DVD ni equipo de sonido? La madre llora frente a la cámara del Animal Planet o de las mentes criminales y pide celeridad. “¡Sáquenlo!” La policía ahora duda: una visita domiciliaria… y si de pronto muerde, al menos ya tiene un gordo…pero el deber es el deber y ya con las cámaras… y este relato… Hay que entrar, hay que sofocar ese monstruo. Nadie se queda en el primero. El que prueba un niño se ceba. Así que hay que darle en la cabeza, que las serpientes no aguantan garrotazos.

-Lo que grabe va para Animal Planet. Fílmele la cabeza cuando lo saquen.
 – Es verdad, es cabezón el niño, ya lo filmé. Viene riendo.

Ahora traen a El Serpiente. Muerto. O parece. No lo dejan ver. Se le nota la piel escamosa. O puede ser el pantalón.