Esta historia,
Alessandro Baricco, Anagrama, 2005.
La semana pasada terminé de leer Esta historia de Alessandro Baricco. Llegó justo cuando estaba
pensando sin descanso sobre el propósito de una vida. Al terminar el libro concluí,
con seguridad, lo mismo que otros cuando han pensado sobre lo mismo: basta
tener un propósito, cualquiera, para que la vida pierda peso y gane levedad.
Pero ojo, no hablo de la levedad como aquello carente de importancia, sino como
la sonrisa presente hasta en las tareas más tediosas. Pueden ser varios,
pequeños y continuos propósitos que nos llevan de un día a otro, como volutas
de humo convirtiéndose en algodones, acariciando
nuestra piel cuando pasan. ¡Aligerar la vida es el propósito de los propósitos!,
incluso cuando no llegan a cumplirse.
El propósito es una ilusión que vuela por su propio peso, y tener
uno sosiega. ¿Cómo no sonreír a cualquier monstruo cuando conocemos el motivo
de su aparición? ¿Cómo no soportar las largas y molestas horas de un trabajo de
oficina o los desplantes de un amor, si no son más que pinceladas en un lienzo?
El héroe de cualquier aventura se siente capaz de superar innumerables pruebas,
siempre y cuando tenga la certeza de que hay un fin. Cada prueba es un peldaño
dentro de una historia, un destino parcial que tiene significado por sí mismo.
Por
cierto, si ustedes son de los que temen cuando les hablan de un libro porque
piensan que se lo estropearán, pueden estar tranquilos, nada más les contaré el
final de Esta historia, hecho que no
arruinará su lectura.
Al
final del libro, cuando Ultimo, el protagonista, muere, quedan algunas páginas
por leer, es el epílogo. Allí, Elizaveta, la amante de Ultimo, por fin
encuentra la pista de carreras que él quiso construir toda su vida y que ella
buscó parte de la suya. Después de la separación de Ultimo y Elizaveta, él le
dejó los planos del circuito en el único sitio donde ella podía encontrarlos. En
el epílogo fui un cómplice, acompañé a Elizaveta cuando gastó una parte
considerable de su gran fortuna en informantes desperdigados por todo el mundo
para buscar la pista de carreras —Elizaveta
estaba convencida de que existía el circuito aunque no tenía ninguna prueba; es
más, creía con firmeza que Ultimo lo había construido para ella—, hasta
que por fin uno de los emisarios nos informó de la existencia de un circuito
similar al de los planos. Viajamos de inmediato y encontramos una pista en
ruinas, por lo que tuvimos que pagarle a un ingeniero para restaurarla, pasamos
casi siete meses antes de poder verla en perfecto estado. Esperamos con
paciencia, alojados en un hotel del pueblo cercano, sin ver los avances de la
obra. Una vez terminada la restauración del circuito, contratamos a un piloto
de pruebas solo para ese momento y empezamos a recorrerlo a toda velocidad.
Antes
de continuar, debo contarles algunos detalles para entender la historia. Ultimo
es hijo de un entusiasta de los automóviles —ni
siquiera se puede decir «cuando apenas
había carros en las carreteras» porque
ni carreteras había—, creció embelesado
por las imágenes y experiencias de su padre; un señor tan fanático, que tenía
un taller de mecánica en un lodazal en medio del campo. El propósito de Ultimo
era construir un circuito de carreras perfecto. Una pista con una recta y
dieciocho curvas, en la que cada peralte, cada ángulo, cada entrada o salida de
una curva jugara con las emociones de quien la recorriera, o mejor, que
transmitiera la misma conmoción de los momentos más intensos de su vida. Hasta
entonces, hasta el epílogo, la vida de Ultimo puede parecer desconcertante,
pero como dice Baricco:
«[…]no se deje engañar por las
apariencias. ¿Sabe?, la gente vive muchos años, pero en realidad está
verdaderamente viva sólo cuando consigue hacer aquello para lo que nació. Antes
o después no hace otra cosa que esperar y recordar. Pero no está triste cuando
espera o recuerda».
Baricco
describe a Ultimo como a alguien rodeado por un aura extraña, un no-sé-qué que te
obliga a mirarlo cuando pasa, sobresale del
paisaje, como si viviéramos en un mundo de dos dimensiones y solo a él le
estuviera permitido ser de tres. Baricco
llama a esa aura extraña La sombra de
oro:
«Luego los dos
volvieron [el padre de Ultimo y su amigo el conde], instintivamente, hacia la
puerta, como si los reclamara algún ruido. Todo estaba en silencio; y la
puerta, abierta de par en par; y el umbral, desierto. Permanecieron un instante
con la vista clavada allí, como a la espera. Ultimo pasó por el marco de la
puerta, sin apercibirse siquiera de su presencia, atento como estaba a que no
se le cayera de los brazos el haz que llevaba. Del mismo modo en que había
aparecido, desapareció».
Ese no-sé-qué persigue a Ultimo a lo largo de toda la novela,
en los diálogos, en sus acciones, incluso cuando no hace nada, o cuando conoce
a Elizaveta. Lo lleva en la mirada, como aquel que se concentra en la diana con
la convicción de que acertará.
Elizaveta, por su parte, tiene un diario, que es la narración
en primera persona de varios capítulos del libro. Ella es y no es al mismo
tiempo la amante de Ultimo, una suerte de amor imposible que sí fue, pero de un
modo distinto al que un lector de novelas rosa esperaría. Se conocen cuando
ambos trabajan vendiendo pianos, Elizaveta da lecciones gratis para tocar el
instrumento como una manera de incitar a los clientes a comprar, mientras que
Ultimo repara los pianos averiados y conduce el camión que los transporta. Sin
ninguna razón aparente, Elizaveta decide perjudicar a todas las familias que
visitan. Ella es un peligro.
Pero bueno, mi
intención es contar solo el final de la historia y no hablaré más de Elizaveta.
Solo agregaré la siguiente cita, sin intervenciones ni comentarios, para mantenerme
a una distancia prudente de ella.
«La solución más
banal quería evitarla, pero con los Farrell no tenía ganas de inventarme nada
nuevo, era una familia aburrida, sólo quería marcharme de allí cuanto antes. El
señor Farrell seguía mirándome. Era de los que creen que antes o después
ocurrirá. Se lo hice creer. Durante un par de semanas lo mantuve a raya. Luego,
esperé a quedarme a solas con él. Me desgarré la blusa, en la parte delantera,
y le dije que o me daba veinte dólares o me ponía a gritar. De repente ya no
estaba tan seguro de sí mismo. Me dio los veinte dólares. Entonces le dije que,
ya que había pagado, podía tocar. Me puso las manos sobre el pecho. Me besó los
pezones. Ahora basta, le dije. Y me abroché la chaqueta, en la parte delantera.
Nos las arreglamos para quedarnos a solas, otras veces, aquella semana. En
todas las ocasiones, él pagaba. También me dejé tocar entre las piernas. La
última vez él sacó los veinte dólares, pero yo le dije que no quería dinero. Desabróchate
los pantalones, le dije. Él temblaba por la emoción. Luego me desgarré la
blusa, sobre el pecho. Y me puse a gritar. Llegó su esposa, con el niño pequeño
correteando tras ella. El señor Farrell intentaba subirse los pantalones. Yo
lloraba. No podía ni hablar. Hacía como que me tapaba la parte de adelante,
pero no lo hacía de verdad. Quería que ella viera lo bonitos que eran mis
pechos».
Ahora volvamos al epílogo: cuando encontramos el circuito, luego
de haberlo buscado por todo el mundo, lo recorremos los tres, Elizaveta, el
conductor de pruebas y yo. Después de encender el motor, alcanzamos gran
velocidad por la única recta, y el paisaje se desdibuja en una mezcla de
colores que combina el verde de los árboles y el amarillo de la hierba seca. El
ruido del Jaguar XK120, el intenso olor a gasolina, el velocímetro marcando su
máxima potencia, temo que no alcanzaremos ni la primera curva. Un leve descenso
en la velocidad nos permite girar, y con el estómago incendiado tomamos la
segunda curva. Freno, pedal, pedal, freno. Tendido en la cama siento una brisa
que se cuela por mi traje de piloto, tres, cuatro, diez giros… El conductor suda,
mis manos también. Pedal, pedal y con toda la aceleración necesaria para que
las dos llantas internas del auto se eleven, tomamos la última curva y caemos sin
caer, nos levantamos sin levantarnos. Escucho a Elizaveta susurrar: ¡qué cabrón! Tomamos de nuevo la recta a toda velocidad,
y sin tener tiempo de pensar estamos de nuevo en la tercera curva. Vamos más
rápido de lo que mis ojos pueden leer y recorremos una y otra vez el circuito, dibujando
con el auto una elipse en la pista.
En el circuito está toda la vida de Ultimo: la admiración por
su padre, el primer viaje con la mirada por el cuerpo de una mujer, el horror
de la guerra, el amor y la sensualidad de los mejores encuentros de su vida; todo,
y su significado es un secreto entre Ultimo, su amante y el lector. Ultimo que,
como dije, ya está muerto en el epílogo, no alcanzó a conocer el desenlace de
su circuito, pero el lector sí. Quiero decirles que para montarse en este auto es
preciso leer todo el libro, el epílogo es un regalo para quien sabe esperarlo,
de lo contrario se corre el riesgo de ser el conductor contratado solo para la
ocasión.
Quizá el
propósito de Ultimo no es lo que se espera de un héroe, como rescatar a una
princesa o liberar a un país. No. Tampoco se trata de la historia de quien se
lanza al vacío consciente de su infausto destino. El propósito de Ultimo fue
una resolución sostenida con firmeza a lo largo del tiempo, a tal punto que
jamás le importó si llegaba a cumplirlo; sin embargo, cada una de sus acciones cobró
fuerza con la sola idea de que podría hacerlo. Su vida no se detuvo cuando construyó
el circuito, la historia no acabó allí. No toda historia termina cuando el héroe encuentra lo que busca.
Para terminar, debo decirles que cuando Elizaveta tomó la
última curva y volando sin despegarse del suelo, susurró: ¡qué cabrón!, grité: ¡Hijueputa!
Buena esa profe
ResponderEliminarGracias Ramiro, me alegra que te gustara.
ResponderEliminarAhora tengo que leer este libro. De Baricco leí Seda y me gustó. Si me dejo llevar por tu texto, este otro de Baricco promete ser un caso para aplaudir. ¡Me gustó mucho! Julio César.
ResponderEliminarAhora tengo que leer este libro. De Baricco leí Seda y me gustó. Si me dejo llevar por tu texto, este otro de Baricco promete ser un caso para aplaudir. ¡Me gustó mucho! Julio César.
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