miércoles, 14 de agosto de 2013

Cuando el epílogo fue un premio

Esta historia, Alessandro Baricco, Anagrama, 2005.

La semana pasada terminé de leer Esta historia de Alessandro Baricco. Llegó justo cuando estaba pensando sin descanso sobre el propósito de una vida. Al terminar el libro concluí, con seguridad, lo mismo que otros cuando han pensado sobre lo mismo: basta tener un propósito, cualquiera, para que la vida pierda peso y gane levedad. Pero ojo, no hablo de la levedad como aquello carente de importancia, sino como la sonrisa presente hasta en las tareas más tediosas. Pueden ser varios, pequeños y continuos propósitos que nos llevan de un día a otro, como volutas de humo convirtiéndose en algodones,  acariciando nuestra piel cuando pasan. ¡Aligerar la vida es el propósito de los propósitos!, incluso cuando no llegan a cumplirse.

El propósito es una ilusión que vuela por su propio peso, y tener uno sosiega. ¿Cómo no sonreír a cualquier monstruo cuando conocemos el motivo de su aparición? ¿Cómo no soportar las largas y molestas horas de un trabajo de oficina o los desplantes de un amor, si no son más que pinceladas en un lienzo? El héroe de cualquier aventura se siente capaz de superar innumerables pruebas, siempre y cuando tenga la certeza de que hay un fin. Cada prueba es un peldaño dentro de una historia, un destino parcial que tiene significado por sí mismo.

Por cierto, si ustedes son de los que temen cuando les hablan de un libro porque piensan que se lo estropearán, pueden estar tranquilos, nada más les contaré el final de Esta historia, hecho que no arruinará su lectura.

Al final del libro, cuando Ultimo, el protagonista, muere, quedan algunas páginas por leer, es el epílogo. Allí, Elizaveta, la amante de Ultimo, por fin encuentra la pista de carreras que él quiso construir toda su vida y que ella buscó parte de la suya. Después de la separación de Ultimo y Elizaveta, él le dejó los planos del circuito en el único sitio donde ella podía encontrarlos. En el epílogo fui un cómplice, acompañé a Elizaveta cuando gastó una parte considerable de su gran fortuna en informantes desperdigados por todo el mundo para buscar la pista de carreras —Elizaveta estaba convencida de que existía el circuito aunque no tenía ninguna prueba; es más, creía con firmeza que Ultimo lo había construido para ella—, hasta que por fin uno de los emisarios nos informó de la existencia de un circuito similar al de los planos. Viajamos de inmediato y encontramos una pista en ruinas, por lo que tuvimos que pagarle a un ingeniero para restaurarla, pasamos casi siete meses antes de poder verla en perfecto estado. Esperamos con paciencia, alojados en un hotel del pueblo cercano, sin ver los avances de la obra. Una vez terminada la restauración del circuito, contratamos a un piloto de pruebas solo para ese momento y empezamos a recorrerlo a toda velocidad.

Antes de continuar, debo contarles algunos detalles para entender la historia. Ultimo es hijo de un entusiasta de los automóviles  ni siquiera se puede decir «cuando apenas había carros en las carreteras» porque ni carreteras había—, creció embelesado por las imágenes y experiencias de su padre; un señor tan fanático, que tenía un taller de mecánica en un lodazal en medio del campo. El propósito de Ultimo era construir un circuito de carreras perfecto. Una pista con una recta y dieciocho curvas, en la que cada peralte, cada ángulo, cada entrada o salida de una curva jugara con las emociones de quien la recorriera, o mejor, que transmitiera la misma conmoción de los momentos más intensos de su vida. Hasta entonces, hasta el epílogo, la vida de Ultimo puede parecer desconcertante, pero como dice Baricco:

«[…]no se deje engañar por las apariencias. ¿Sabe?, la gente vive muchos años, pero en realidad está verdaderamente viva sólo cuando consigue hacer aquello para lo que nació. Antes o después no hace otra cosa que esperar y recordar. Pero no está triste cuando espera o recuerda».

Baricco describe a Ultimo como a alguien rodeado por un aura extraña, un no-sé-qué que te obliga a mirarlo cuando pasa,  sobresale del paisaje, como si viviéramos en un mundo de dos dimensiones y solo a él le estuviera permitido ser de tres.  Baricco llama a esa aura extraña La sombra de oro:

«Luego los dos volvieron [el padre de Ultimo y su amigo el conde], instintivamente, hacia la puerta, como si los reclamara algún ruido. Todo estaba en silencio; y la puerta, abierta de par en par; y el umbral, desierto. Permanecieron un instante con la vista clavada allí, como a la espera. Ultimo pasó por el marco de la puerta, sin apercibirse siquiera de su presencia, atento como estaba a que no se le cayera de los brazos el haz que llevaba. Del mismo modo en que había aparecido, desapareció».

Ese no-sé-qué persigue a Ultimo a lo largo de toda la novela, en los diálogos, en sus acciones, incluso cuando no hace nada, o cuando conoce a Elizaveta. Lo lleva en la mirada, como aquel que se concentra en la diana con la convicción de que acertará.

Elizaveta, por su parte, tiene un diario, que es la narración en primera persona de varios capítulos del libro. Ella es y no es al mismo tiempo la amante de Ultimo, una suerte de amor imposible que sí fue, pero de un modo distinto al que un lector de novelas rosa esperaría. Se conocen cuando ambos trabajan vendiendo pianos, Elizaveta da lecciones gratis para tocar el instrumento como una manera de incitar a los clientes a comprar, mientras que Ultimo repara los pianos averiados y conduce el camión que los transporta. Sin ninguna razón aparente, Elizaveta decide perjudicar a todas las familias que visitan. Ella es un peligro.

 Pero bueno, mi intención es contar solo el final de la historia y no hablaré más de Elizaveta. Solo agregaré la siguiente cita, sin intervenciones ni comentarios, para mantenerme a una distancia prudente de ella.

«La solución más banal quería evitarla, pero con los Farrell no tenía ganas de inventarme nada nuevo, era una familia aburrida, sólo quería marcharme de allí cuanto antes. El señor Farrell seguía mirándome. Era de los que creen que antes o después ocurrirá. Se lo hice creer. Durante un par de semanas lo mantuve a raya. Luego, esperé a quedarme a solas con él. Me desgarré la blusa, en la parte delantera, y le dije que o me daba veinte dólares o me ponía a gritar. De repente ya no estaba tan seguro de sí mismo. Me dio los veinte dólares. Entonces le dije que, ya que había pagado, podía tocar. Me puso las manos sobre el pecho. Me besó los pezones. Ahora basta, le dije. Y me abroché la chaqueta, en la parte delantera. Nos las arreglamos para quedarnos a solas, otras veces, aquella semana. En todas las ocasiones, él pagaba. También me dejé tocar entre las piernas. La última vez él sacó los veinte dólares, pero yo le dije que no quería dinero. Desabróchate los pantalones, le dije. Él temblaba por la emoción. Luego me desgarré la blusa, sobre el pecho. Y me puse a gritar. Llegó su esposa, con el niño pequeño correteando tras ella. El señor Farrell intentaba subirse los pantalones. Yo lloraba. No podía ni hablar. Hacía como que me tapaba la parte de adelante, pero no lo hacía de verdad. Quería que ella viera lo bonitos que eran mis pechos».

Ahora volvamos al epílogo: cuando encontramos el circuito, luego de haberlo buscado por todo el mundo, lo recorremos los tres, Elizaveta, el conductor de pruebas y yo. Después de encender el motor, alcanzamos gran velocidad por la única recta, y el paisaje se desdibuja en una mezcla de colores que combina el verde de los árboles y el amarillo de la hierba seca. El ruido del Jaguar XK120, el intenso olor a gasolina, el velocímetro marcando su máxima potencia, temo que no alcanzaremos ni la primera curva. Un leve descenso en la velocidad nos permite girar, y con el estómago incendiado tomamos la segunda curva. Freno, pedal, pedal, freno. Tendido en la cama siento una brisa que se cuela por mi traje de piloto, tres, cuatro, diez giros… El conductor suda, mis manos también. Pedal, pedal y con toda la aceleración necesaria para que las dos llantas internas del auto se eleven, tomamos la última curva y caemos sin caer, nos levantamos sin levantarnos. Escucho a Elizaveta susurrar: ¡qué cabrón!  Tomamos de nuevo la recta a toda velocidad, y sin tener tiempo de pensar estamos de nuevo en la tercera curva. Vamos más rápido de lo que mis ojos pueden leer y recorremos una y otra vez el circuito, dibujando con el auto una elipse en la pista.

En el circuito está toda la vida de Ultimo: la admiración por su padre, el primer viaje con la mirada por el cuerpo de una mujer, el horror de la guerra, el amor y la sensualidad de los mejores encuentros de su vida; todo, y su significado es un secreto entre Ultimo, su amante y el lector. Ultimo que, como dije, ya está muerto en el epílogo, no alcanzó a conocer el desenlace de su circuito, pero el lector sí. Quiero decirles que para montarse en este auto es preciso leer todo el libro, el epílogo es un regalo para quien sabe esperarlo, de lo contrario se corre el riesgo de ser el conductor contratado solo para la ocasión.

Quizá el propósito de Ultimo no es lo que se espera de un héroe, como rescatar a una princesa o liberar a un país. No. Tampoco se trata de la historia de quien se lanza al vacío consciente de su infausto destino. El propósito de Ultimo fue una resolución sostenida con firmeza a lo largo del tiempo, a tal punto que jamás le importó si llegaba a cumplirlo; sin embargo, cada una de sus acciones cobró fuerza con la sola idea de que podría hacerlo. Su vida no se detuvo cuando construyó el circuito, la historia no acabó allí. No toda historia termina cuando el héroe encuentra lo que busca.


 Para terminar, debo decirles que cuando Elizaveta tomó la última curva y volando sin despegarse del suelo, susurró: ¡qué cabrón!, grité: ¡Hijueputa! 



4 comentarios:

  1. Gracias Ramiro, me alegra que te gustara.

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  2. Ahora tengo que leer este libro. De Baricco leí Seda y me gustó. Si me dejo llevar por tu texto, este otro de Baricco promete ser un caso para aplaudir. ¡Me gustó mucho! Julio César.

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  3. Ahora tengo que leer este libro. De Baricco leí Seda y me gustó. Si me dejo llevar por tu texto, este otro de Baricco promete ser un caso para aplaudir. ¡Me gustó mucho! Julio César.

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