Cómo alguien deviene
escritor es una pregunta tal vez obligada en las entrevistas sobre la creación
literaria, pero en principio es un enigma que un lector atento busca descifrar
en la obra de los escritores que lo conmueven. La literatura nos ofrece algunos
atisbos explícitos, como es el caso de Cartas
a un joven poeta, un testimonio de los avatares a los que se debe enfrentar
un escritor en ciernes. Allí, Rainer Maria Rilke, luego de suscitarle la pasión
por capturar la belleza en imágenes, le da a su aprendiz la indicación esencial
para seguir su camino: dedicarse a la escritura sí y solo sí es lo único que
puede mantenerlo con vida, “admita que usted moriría si se le prohibiera
escribir”[1]. El
futuro escritor debe poner su vida en función de la escritura, para que esta
sea algo auténtico y no un entretenimiento pasajero.
Difundido en algunos medios
literarios, dicho precepto, en apariencia certero y bien intencionado, encierra
la falacia de que el escritor pertenece a una estirpe privilegiada. El acto de
escribir, pensado de este modo, alimenta la vanidad de los que aspiran a la eternidad.
Así, la escritura es un arreglo floral y la vida apenas un anhelo de un futuro
que rectificará el pasado. En contravía a esta corriente, existen algunos autores
que no ubicaron en el más allá la motivación de su escritura. Es el caso de Reinaldo
Arenas, quien se asumió efímero y disfrutó con fervor los placeres fugaces.
La vida del festivo
escritor cubano no estaba en función de la escritura para la consecución de un noble
ideal. Desde su infancia advirtió la cercanía de la muerte, obligar al mundo a
ser distinto por medio de las palabras fue el talismán con el que protegió su
vida. Su obra no fue una evitación o un triunfo sobre la muerte, fue la celebración
de su inmanente presencia. En su autobiografía –empezada en las azoradas noches
de la Habana cuando era un prófugo de la policía castrista y terminada bajo los
padecimientos de una enfermedad terminal en un cuarto de
Nueva York– nos da su testimonio: “La muerte siempre ha estado muy cerca de mí;
ha sido siempre para mí una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme
solamente porque entonces tal vez la muerte me abandone”[2]. Su
escritura fue un hechizo con el que venció el miedo paralizante frente
a la acechanza de la muerte y, a la vez, el caudal que le permitió gritar lo
que el buen juicio ordenaba callar.
El germen de este ímpetu es
lo que nos insinúa en Celestino antes del
alba. Es el estreno en el ámbito editorial de Reinaldo Arenas (1968), la
primera novela de una pentagonía que no alcanzó a publicar en su totalidad. El escenario de la narración es una finca en un
alejado pueblo tropical donde habita la familia de Celestino: su abuelo, un mayoral
con todos los atributos del padre de la horda primordial; su abuela, entrenada
para odiar, se lamenta de su progenie y de lo que le ha permitido a su esposo; su
tía, una mujer burlada y deshonrada por un hombre que la abandonó; su primo, el
niño-narrador, amedrentado por los ataques de su madre y abuelos, recibe de
improvisto la gracia de poder contar la historia. En un ambiente insalubre y
amenazante, cada personaje solo desea la muerte de los otros, y la propia.
Excepto Celestino. Llegó
a la casa de sus abuelos luego de la muerte de su madre, quien compartió la
suerte de su tía, pero a diferencia de esta no quiso esperar más. Junto a la
inquina natural de sus familiares, Celestino debe soportar el oprobio por la
acción más infame, escribir: “Escribiendo. Escribiendo. Y cuando no queda ni
una hoja de mangüey por enmarañar. Ni el lomo de una yegua. Ni las libretas de
anotaciones del abuelo: Celestino comienza a escribir entonces en los troncos
de las matas”[3].
Escribir poemas fue la
ofensa mayor que Celestino infligió a sus parientes. Los vecinos dejaron de
hablarles por lo deshonroso de su conducta. “Abuela dice que se le cae la cara
de la vergüenza al pensar que a uno de sus nietos le haya dado por esas cosas.
Y abuelo (con el hacha siempre a cuestas) no hace más que maldecir”[4].
Las acciones son vertiginosas y alucinantes. En un ambiente onírico se
desarrolla la historia que no tiene principio ni final, en ella resaltan
secuencias pero solo para quedar subsumidas en una atmósfera general de acoso y
persecución. Como en Pedro Páramo,
los personajes viven como muertos y mueren para nunca descansar; no hay
posibilidad de escape.
Su primo, el niño-narrador,
es el único que lo acoge, y desde el primer encuentro descubre una cercanía profunda
con Celestino: “Y empezamos a hablar como ya estábamos acostumbrados: sin decir
ni media palabra”[5]. Aparte de compartir el lecho, los juegos, los
miedos y los sueños, Celestino se convierte en su héroe. No es un detalle menor
que la novela la narre un personaje secundario. Indica que el escritor no es el
héroe, ya que desde Homero los héroes mueren jóvenes. El escritor es quien
sobrevive para contar la historia, como en el caso de Horacio en Hamlet. Esta novela muestra que Reinaldo
Arenas también los supo, pero tal vez no
pudo sustraerse a la tentación de convertirse en héroe.
La novela escenifica la
pugna constante entre la creación y la destrucción, entre el devenir y la
eternidad. Cada vez que Celestino avanza en la escritura del poema infinito,
que no es más que la vida en busca de su realización, el Abuelo, nuevo Cronos
que devora a su prole, pasa con el hacha derribando los árboles; no sabe leer,
pero entiende que esas líneas encierran algo bello. La eternidad no permite que
la creación vea la luz, pues solo acepta la perenne repetición de lo mismo. Celestino
no teme al Abuelo, su poesía es un desafío, es el arma con la que el héroe se
enfrenta y derrota a la eternidad, por más que derrumbe todo lo que escribe. Para mí, Celestino, niño-viejo que escribe
poemas en los troncos de los árboles, es un personaje que guardo como un regalo.
Es la voluntad poética encarnada en una voz que replica la belleza de la que
carece el mundo. Su inquieto silencio, su eterno dolor nos hablan del
desgarramiento que experimentan los seres abrumados por la belleza en un entorno
que la rechaza.
Esta novela corta, o gran
poema épico, es una obra sobre el origen de la escritura. Además de recrear varios
sucesos de la infancia de Reinaldo Arenas, representa el drama de un escritor
en guerra con un sistema que lo constriñe y hostiga;
pero que, como una maldición, no puede dejar de dibujarlo en sus creaciones
literarias. Para Arenas la muerte estaba asegurada, y mientras la esperaba…
escribía. Rilke habría muerto si le hubieran prohibido escribir. Arenas por su
parte deseó la muerte cuando ya los muchachos no lo miraban en los sitios de
ligue. Hasta ahora he presentado ambas
experiencias, la de Rilke y la de Arenas, como antagónicas. En realidad, son dos
facetas distintas que conforman un mismo altar para la muerte. La primera es
una aspiración al más allá, una escritura con la eternidad como horizonte. En la
segunda, si bien habita el más acá, la tierra, el presente, la vida queda
ahogada en la omnipresencia de la muerte; al no saber vivir de otro modo que no
fuera con la muerte a cuestas, Reinaldo Arenas se bebió la vida de un solo
sorbo.
Su escritura es un sorbo,
eso sí, del mejor ron que se ha producido hasta ahora en la isla de Cuba. Desde
Celestino antes del alba, pasando por
El mundo alucinante y El palacio de las blanquísimas mofetas,
hasta llegar a su autobiografía Antes que
anochezca, su obra es una de las más intensas e imprescindibles de la
literatura latinoamericana. A parte de las comentadas aquí, pueden existir muchas
razones por las que alguien decide escribir, o tal vez no haya ninguna especial.
Devenir escritor quizá sea el producto de una serie de acontecimientos
indescifrables, o acaso solo sea el afán de un impetuoso lector que intenta
encontrar un porqué para sentarse a escribir.
[1] Rilke,
Rainer Maria (1996). Cartas a un joven
poeta. Barcelona: Norma, p14.
[2] Arenas, Reinaldo (1992).
Antes que anochezca. Barcelona:
Tusquets, p23
[3] Arenas, Reinaldo (1980). Celestino antes del alba. Caracas: Monte
Ávila editores, p16
[4] Ibíd.,
p.97
[5] Ibíd.,
p. 11
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