miércoles, 23 de octubre de 2013

Una razón para escribir


 
Cómo alguien deviene escritor es una pregunta tal vez obligada en las entrevistas sobre la creación literaria, pero en principio es un enigma que un lector atento busca descifrar en la obra de los escritores que lo conmueven. La literatura nos ofrece algunos atisbos explícitos, como es el caso de Cartas a un joven poeta, un testimonio de los avatares a los que se debe enfrentar un escritor en ciernes. Allí, Rainer Maria Rilke, luego de suscitarle la pasión por capturar la belleza en imágenes, le da a su aprendiz la indicación esencial para seguir su camino: dedicarse a la escritura sí y solo sí es lo único que puede mantenerlo con vida, “admita que usted moriría si se le prohibiera escribir”[1]. El futuro escritor debe poner su vida en función de la escritura, para que esta sea algo auténtico y no un entretenimiento pasajero.

Difundido en algunos medios literarios, dicho precepto, en apariencia certero y bien intencionado, encierra la falacia de que el escritor pertenece a una estirpe privilegiada. El acto de escribir, pensado de este modo, alimenta la vanidad de los que aspiran a la eternidad. Así, la escritura es un arreglo floral y la vida apenas un anhelo de un futuro que rectificará el pasado. En contravía a esta corriente, existen algunos autores que no ubicaron en el más allá la motivación de su escritura. Es el caso de Reinaldo Arenas, quien se asumió efímero y disfrutó con fervor los placeres fugaces. 

La vida del festivo escritor cubano no estaba en función de la escritura para la consecución de un noble ideal. Desde su infancia advirtió la cercanía de la muerte, obligar al mundo a ser distinto por medio de las palabras fue el talismán con el que protegió su vida. Su obra no fue una evitación o un triunfo sobre la muerte, fue la celebración de su inmanente presencia. En su autobiografía –empezada en las azoradas noches de la Habana cuando era un prófugo de la policía castrista y terminada bajo los padecimientos de una enfermedad terminal en un cuarto de Nueva York– nos da su testimonio: “La muerte siempre ha estado muy cerca de mí; ha sido siempre para mí una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme solamente porque entonces tal vez la muerte me abandone”[2]. Su escritura fue un hechizo  con el que venció el miedo paralizante frente a la acechanza de la muerte y, a la vez, el caudal que le permitió gritar lo que el buen juicio ordenaba callar. 

El germen de este ímpetu es lo que nos insinúa en Celestino antes del alba. Es el estreno en el ámbito editorial de Reinaldo Arenas (1968), la primera novela de una pentagonía que no alcanzó a publicar en su totalidad.  El escenario de la narración es una finca en un alejado pueblo tropical donde habita la familia de Celestino: su abuelo, un mayoral con todos los atributos del padre de la horda primordial; su abuela, entrenada para odiar, se lamenta de su progenie y de lo que le ha permitido a su esposo; su tía, una mujer burlada y deshonrada por un hombre que la abandonó; su primo, el niño-narrador, amedrentado por los ataques de su madre y abuelos, recibe de improvisto la gracia de poder contar la historia. En un ambiente insalubre y amenazante, cada personaje solo desea la muerte de los otros, y la propia. 

Excepto Celestino. Llegó a la casa de sus abuelos luego de la muerte de su madre, quien compartió la suerte de su tía, pero a diferencia de esta no quiso esperar más. Junto a la inquina natural de sus familiares, Celestino debe soportar el oprobio por la acción más infame, escribir: “Escribiendo. Escribiendo. Y cuando no queda ni una hoja de mangüey por enmarañar. Ni el lomo de una yegua. Ni las libretas de anotaciones del abuelo: Celestino comienza a escribir entonces en los troncos de las matas”[3].

Escribir poemas fue la ofensa mayor que Celestino infligió a sus parientes. Los vecinos dejaron de hablarles por lo deshonroso de su conducta. “Abuela dice que se le cae la cara de la vergüenza al pensar que a uno de sus nietos le haya dado por esas cosas. Y abuelo (con el hacha siempre a cuestas) no hace más que maldecir”[4]. Las acciones son vertiginosas y alucinantes. En un ambiente onírico se desarrolla la historia que no tiene principio ni final, en ella resaltan secuencias pero solo para quedar subsumidas en una atmósfera general de acoso y persecución. Como en Pedro Páramo, los personajes viven como muertos y mueren para nunca descansar; no hay posibilidad de escape.

Su primo, el niño-narrador, es el único que lo acoge, y desde el primer encuentro descubre una cercanía profunda con Celestino: “Y empezamos a hablar como ya estábamos acostumbrados: sin decir ni media palabra”[5].  Aparte de compartir el lecho, los juegos, los miedos y los sueños, Celestino se convierte en su héroe. No es un detalle menor que la novela la narre un personaje secundario. Indica que el escritor no es el héroe, ya que desde Homero los héroes mueren jóvenes. El escritor es quien sobrevive para contar la historia, como en el caso de Horacio en Hamlet. Esta novela muestra que Reinaldo Arenas también los supo, pero tal vez  no pudo sustraerse a la tentación de convertirse en héroe.

La novela escenifica la pugna constante entre la creación y la destrucción, entre el devenir y la eternidad. Cada vez que Celestino avanza en la escritura del poema infinito, que no es más que la vida en busca de su realización, el Abuelo, nuevo Cronos que devora a su prole, pasa con el hacha derribando los árboles; no sabe leer, pero entiende que esas líneas encierran algo bello. La eternidad no permite que la creación vea la luz, pues solo acepta la perenne repetición de lo mismo. Celestino no teme al Abuelo, su poesía es un desafío, es el arma con la que el héroe se enfrenta y derrota a la eternidad, por más que derrumbe todo lo que escribe.  Para mí, Celestino, niño-viejo que escribe poemas en los troncos de los árboles, es un personaje que guardo como un regalo. Es la voluntad poética encarnada en una voz que replica la belleza de la que carece el mundo. Su inquieto silencio, su eterno dolor nos hablan del desgarramiento que experimentan los seres abrumados por la belleza en un entorno que la rechaza. 
                                              
Esta novela corta, o gran poema épico, es una obra sobre el origen de la escritura. Además de recrear varios sucesos de la infancia de Reinaldo Arenas, representa el drama de un escritor en guerra con un sistema que lo constriñe y hostiga; pero que, como una maldición, no puede dejar de dibujarlo en sus creaciones literarias. Para Arenas la muerte estaba asegurada, y mientras la esperaba… escribía. Rilke habría muerto si le hubieran prohibido escribir. Arenas por su parte deseó la muerte cuando ya los muchachos no lo miraban en los sitios de ligue.  Hasta ahora he presentado ambas experiencias, la de Rilke y la de Arenas, como antagónicas. En realidad, son dos facetas distintas que conforman un mismo altar para la muerte. La primera es una aspiración al más allá, una escritura con la eternidad como horizonte. En la segunda, si bien habita el más acá, la tierra, el presente, la vida queda ahogada en la omnipresencia de la muerte; al no saber vivir de otro modo que no fuera con la muerte a cuestas, Reinaldo Arenas se bebió la vida de un solo sorbo.  

Su escritura es un sorbo, eso sí, del mejor ron que se ha producido hasta ahora en la isla de Cuba. Desde Celestino antes del alba, pasando por El mundo alucinante y El palacio de las blanquísimas mofetas, hasta llegar a su autobiografía Antes que anochezca, su obra es una de las más intensas e imprescindibles de la literatura latinoamericana. A parte de las comentadas aquí, pueden existir muchas razones por las que alguien decide escribir, o tal vez no haya ninguna especial. Devenir escritor quizá sea el producto de una serie de acontecimientos indescifrables, o acaso solo sea el afán de un impetuoso lector que intenta encontrar un porqué para sentarse a escribir.






[1] Rilke, Rainer Maria (1996). Cartas a un joven poeta. Barcelona: Norma, p14.
[2] Arenas, Reinaldo (1992). Antes que anochezca. Barcelona: Tusquets, p23

[3] Arenas, Reinaldo (1980). Celestino antes del alba. Caracas: Monte Ávila editores, p16
[4] Ibíd., p.97
[5] Ibíd., p. 11

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