Por Fernando Agudelo
Considerando la inestabilidad del terreno y la imprudente
llegada de los vientos del oriente, que por ciertas épocas del año visitan las
planicies abandonadas de aquellas tierras arrasando los capotes de los autos y
los postes que sirven como tendederos de ropa, decidió construir un hogar
subterráneo. La idea no era muy original, si bien ninguno de sus vecinos lo
había hecho antes. Las ventajas eran evidentes: mucho más calor almacenado,
posibilidad de ampliación ilimitada, pero sobre todo, la certeza de poder
ausentarse en el mismo punto sin necesidad de acudir a técnicas extrañas y
excentricidades inútiles como las realizadas por algunos de sus compañeros de
estancia que habían decidido, en actitudes francamente intolerables, marcharse;
tapiar sus casas; dedicarse a labores agrícolas; construir barcos; experimentar
nuevos usos de los cardos, tales como elevarlos atados a un cordel, viajar con
ellos en los bolsillos, llevarlos a los supermercados, depositarlos en la
sección de quesos y espiar sus actuaciones o simplemente recolectarlos, hacer
bolas y dejarlos en la buhardilla hasta que optaran por separarse.
Debía elaborar un plano y seguir las especificaciones de
la arquitectura subterránea moderna que, dentro de sus nuevos lineamientos,
tanto de estructura como de ornamentación, recomienda olvidar las columnas y
soportes externos y centrarse mejor en la construcción de espacios bajos que
den al desplazamiento del cuerpo la sensación de serpiente que tanto merece y
precisa. Se establecería así todo un estilo de desplazamiento inusual que
reemplazaría la obsoleta posición simiesca y erguida que acostumbran los
habitantes de este lugar, la cual, quizás, está en la base de su necesidad de
imitar todo lo que ven y lo que no.
Pero, ¿qué reptil hace planos para vivir? Los únicos que
planean algo son los que van a pie y luego en camioneta, y no siempre les funcionan
los planes ni los planos. Lo mejor es comenzar a excavar y terminar pronto con
este techo a treinta y cinco centímetros de altura y abrir un salón lateral que
sirva de dormitorio, con un pozo profundo para usarlo como letrina, lo difícil
será sentarse. Después, construir un sendero mullido que sirva de corredor y
una dorada chimenea en el centro, excavada poco a poco y sembrada de leños
crujientes que elevarán una estilizada columna de humo evocativa de la delgadez
y austeridad espacial diseñada en la arena, amén del calor que esparcirá por
toda la casa. Así reptar será un oficio cálido.
Los niños, los fisgones del hoy y del mañana, responden
más prontamente al llamado natural y comienzan a indagar ocularmente. Con
palitos de erguén amarrados unos de otros abren agujeros del diámetro de un ojo
pequeño y observan a El Serpiente que ya se mueve de un lado a otro. Grita que les
dirá a sus papás que están destruyendo la casa de un vecino. Pero los niños
durante la comida cuentan lo que ven y los padres no pueden creerlo, teniendo
como premisa que hay que ver para creer, y no ver también para llegar a la
misma conclusión. Entonces deciden fisgonear otro día porque ya no son niños y
pueden dilatar un deseo al menos por algunas horas.
Entre tanto, los niños van lanzando sapitos y salamandras
por el agujero de la chimenea. En los documentales han visto a las serpientes
comer eso, también ratas y hombres, sólo que un papá no cabe por la chimenea,
pero un amiguito sí, por lo que hay que pensar quién sirve de comida para El Serpiente,
quien mientras tanto ha asegurado su alimentación, precaria, pues no había
pensado en ello. Siempre hay algo que se pasa por alto, y evitando pensar en
excentricidades, la comida se esfuma de la mente. Repta hasta la hornaza
dispuesta para asar los sapitos, que crujen durante algunos segundos para ser
devorados después en el salón lateral. Esta solidaridad involuntaria de los niños
sólo puede ser explicada por un instinto animal que los recorre a cada momento
como una adhesión de especie y que se va extinguiendo con los años para dar
paso a una nueva faceta de tecnología mental mecanizada que hará de ellos
adultos preocupados por llantas o transporte de quesos o maquinaria, no importa
qué. El caso es que cambian (aunque siguen siendo animales) y se les olvida que
pueden alimentar un Serpiente por el agujero de una chimenea y ver cómo dobla
la esquina de la alcoba principal para ingresar al baño donde depositará el
sobrante de los ratones y las salamandras que a fuerza de costumbre come sin
dificultad.
Hasta que un día cae un niño, o mejor lanzan a un niño o
pegan a un niño, el dato objetivo es que hay un niño asándose al carbón y no se
niega que el instinto carnívoro de un hombre es fuerte y perenne como el canto
de una cascada, así se haya convertido en serpiente, y ese olor seduce. Pero
algo por dentro, más allá de la posición corporal y de la especie animal a la
que se pertenezca, invita a abandonar el deseo de dar un buen mordisco a la
jugosa carne y desplazarse hasta la hornaza, retirar al niño y dejarlo llorar,
porque de allí no puede salir debido a su regordeta figura.
—Sí ve, por ser tan gordo no
puede moverse, le dice El Serpiente al crujiente llorón y sale arrastrándose
hacia la cocina para regresar con un poco de agua extraída del pozo
subterráneo, se la ofrece y espera a que algún papá haga cuentas, se percate de
la falta de un hijo y comience su búsqueda.
Aunque ya hay una preocupación general más apremiante que
el faltante infantil, corresponde a las autoridades sofocarla. Es inexplicable,
increíble, sospechosamente peligroso que un hombre decida enterrarse y parecer
una serpiente cuando hay muchas otras actividades más lucrativas que pueden ser
observables y criticables sin tantas dificultades. Además, no deben
incentivarse en la mente imaginativa de los niños ideas improductivas y
cercanas a una atrocidad animal sin precedentes dentro de la comunidad. Sin
embargo, conociendo bien a dicho vecino, examinando rigurosamente los recuerdos
sobre él y sus comportamientos, era previsible tal decisión.
—Era un espécimen raro desde
hace rato, dice el padre de uno de los fisgones.
—Siempre hacía cosas que
ninguno de nosotros hacía, dice otro.
El asentimiento de los padres junto con el de las madres,
confirma que el pasado de El Serpiente es mucho más bestial que su condición
actual. Por tanto, su transformación se revela ahora como una consecuencia
inevitable por ser él mismo distinto a ellos. Pero en fin, no es de identidad
ni mucho menos de detalles de personalidad en lo que se encuentran interesadas
las autoridades, sino en la manera de hacer salir, atrapar y juzgar a aquel
disociador anticomunitario de quién ahora se sabe que tiene un niño gordito en
su poder con no se sabe qué indigestas intenciones. El llanto de la madre gotea
por la chimenea y humedece los pequeños leños de El Serpiente. Aquello lo impacienta aún
más que el hecho de que no lo escuchen cuando les grita que para salir,
el malnacido culicagao entrometido este, que ya se ha vuelto aficionado a las
salamandras y las devora con fruición, debe adelgazar, porque no cabe por el
agujero de la chimenea. Nadie se explica por qué una cosa luego de entrar se
niega a salir por la misma hendidura por donde entró. Sin embargo, no
racionalicemos en un momento tan apremiante como el que vive El Serpiente con
un huésped inoportuno y hambriento.
Entre tanto, la policía, haciendo gala de su efectividad,
declara haber localizado al menor desaparecido y se apresta a rescatarlo, no
sin antes advertir la naturaleza salvaje del captor y el total desconocimiento
de las razones del rapto. Aunque hay
claros indicios, por los testimonios recabados, de los signos de perversión de
El Serpiente y el interés por hacerse a un niño como forma de aprovisionamiento
para los meses de invierno. Es decir, para servir de alimento. Esto explica
claramente que eligiera a un niño bien nutrido y no a un escuálido hijo de
padres trabajadores que probablemente solo se alimenta de cereales y arroz con
huevo. Pero estas son especulaciones de la autoridad. Los hechos son hechos y la
claridad es el signo que acompaña las devastadoras intenciones del subterráneo
hombre-serpiente. Además, un aspecto un poco más técnico se eleva dentro de la
mente perspicaz de los investigadores: la posibilidad de que el niño desarrolle
una nueva variante del síndrome de Estocolmo y decida, merced a su mente trastornada
a causa del trauma por el secuestro, no enamorarse sino identificarse con su
raptor y se transforme en una nueva cría de serpiente.
Aunque no lo crean, una preocupación similar asalta a El
Serpiente sobre el comportamiento manifestado por el niño fisgón. Pues si él
mismo decidió arrastrarse, nada, dentro de un razonamiento sano, juicioso,
ponderado, podría negar la posibilidad de que el niño se transforme en un hurón
o en cualquier otro enemigo de aquel animal que se mueve sobre su vientre, lo
que tendría como resultado un peligro inminente para su vida. Además, por la voracidad
del niño no habría nada de extraño si su hambre terminará dominando el poco
cerebro que ha desarrollado. Nunca se sabe. Por tal motivo, las raciones de
salamandras y sapitos son cada vez mayores para el niño, con el fin de
apaciguar su apetito antes de que ingresen los cuerpos de rescate, o quien
quiera que vaya a ingresar al hogar subterráneo a llevarse a la bestia.
En la superficie, los medios comienzan a cubrir la
noticia y no dejan escuchar con su alboroto los gritos de El Serpiente, la
masticación rápida del niño ni las comunicaciones de la policía que se apresta
a irrumpir en las entrañas del hogar de un desadaptado.
¿Hace calor? ¿Hace frío? ¿Llueve? A quién le importa, si
las lágrimas de una madre opacan cualquier sol o sobrepasan cualquier lluvia. Las
señoras se visten bien porque parece que ha llegado Animal Planet a filmar.
—¡Pero que no es un animal!, le
dicen las vecinas al camarógrafo.
—¡Cómo que no! Si se arrastra,
y antes caminaba en dos patas.
—Más bien es una mente criminal.
—Ah, una Criminal Mind. También sirve.
En este momento, la policía enciende periódicos para
hacerlo salir, esgrime garrotes, retira a los curiosos mientras el más
perspicaz se pregunta qué harán si cuando lo atrapen le dan la casa por cárcel;
porque no es lo mismo tener a un delincuente en la puerta de la casa, o
saliendo a la tienda, o escapando a robar otro poco que tener a una serpiente. ¿Quién
le va a hacer la visita domiciliaria o va a revisar que no tenga televisor ni
DVD ni equipo de sonido? La madre llora frente a la cámara del Animal Planet o de las mentes criminales
y pide celeridad. “¡Sáquenlo!” La policía ahora duda: una visita domiciliaria…
y si de pronto muerde, al menos ya tiene un gordo…pero el deber es el deber y
ya con las cámaras… y este relato… Hay que entrar, hay que sofocar ese
monstruo. Nadie se queda en el primero. El que prueba un niño se ceba. Así que
hay que darle en la cabeza, que las serpientes no aguantan garrotazos.
-Lo que grabe va para Animal Planet. Fílmele la cabeza
cuando lo saquen.
– Es verdad, es
cabezón el niño, ya lo filmé. Viene riendo.
Ahora traen a El Serpiente. Muerto. O parece. No lo dejan
ver. Se le nota la piel escamosa. O puede ser el pantalón.
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