Yo
idolatraba a Willy, ¿cómo podría decirlo de otra manera? Para mí, en aquellos
años, un ídolo era un ser venido de otro mundo. Y Willy sí que lo parecía. Para
convencerse de ello bastaba ver su modo de andar, bamboleándose con cierta
cojera, sus brazos y sus piernas agitándose involuntariamente, como si sus
articulaciones estuvieran unidas con cuerdas. Cuando se movía parecía el
esqueleto humano que había en el salón de biología, adonde las niñas no se
atrevían a entrar porque entre varios compañeros alzábamos la osamenta y
hacíamos como si caminara, y lo más gracioso era que se zangoloteaba como Willy.
De igual manera, su casa parecía de otro mundo, con ese montón de muebles y
adornos de madera oscura (en mi casa todo era de tubos blancos o de madera
clara), tan atiborrada que incluso parecía faltarle la luz a cualquier hora. La
comida también parecía traída de otro planeta con esos sabores amargos,
picantes y salados. La verdad, no disfrutaba mucho los platos que me ofrecían
(nunca he soportado los sabores fuertes), pero me gustaba estar en la mesa con su
papá, su mamá y sus dos hermanas. Eran muy divertidos, y me encantaba esa
fragancia de aloe que expelían sus pieles. Todo esto ejercía en mí una
fascinación avasallante. Por eso trataba de pasar el mayor tiempo posible junto
a él. No estábamos en el mismo grupo en la escuela, pero en cuanto almorzaba,
yo salía corriendo a tocar la puerta de su casa (ubicada al frente de la mía)
para invitarlo a vagabundear. Caminábamos toda la tarde, inventando juegos con
lo que se nos atravesara: una rama, una piedra, un grillo, un envase. De esos
vagabundeos me gustaba mucho que Willy no hablara. De hecho, casi nunca lo
hacía ni en la escuela ni en su casa. Yo sí que hablaba. Le contaba historias
fantásticas sobre mis experiencias sexuales, excursiones cinematográficas con
otros amigos (todos imaginarios), compras de artículos inverosímiles y otras
invenciones. La impasibilidad del rostro de Willy ante mis narraciones no me
permitía saber si las disfrutaba o no, si se burlaba de mí o si festejaba mis
audacias. Siempre tenía esa cara de no sentir ni entender nada. Solo dos veces
lo vi turbado. Una de ellas fue cuando le rompí la cara de una pedrada, sin
querer, por supuesto. Ocurrió una tarde en un sendero del parque, cuando
encontré una piedra redonda. Después de sostenerla unos segundos, la lancé
hacia arriba, con la plena convicción de que no caería sino que seguiría
subiendo hasta perderse en el espacio exterior. Contrario a mis expectativas,
la piedra empezó a caer poco después de haberla lanzado. Cuando miré hacia abajo,
tratando de predecir dónde caería, vi que se dirigía justo hacia la cabeza de
Willy que se entretenía partiendo una rama. Grité su nombre para alertarlo. El
volteó, y en el mismo instante en que me miró, la piedra lo golpeó en el pómulo
izquierdo. De inmediato se acuclilló, dejó caer la rama y se llevó las manos a
la cara. Me puse junto a él de un salto, y me agaché para ver qué le había
pasado. Me miró como pidiéndome que no lo dejara caer a un abismo. Fue la única
vez que vi terror en sus ojos. Aunque la herida sangraba profusamente, ya de
camino a casa Willy no intentaba detener la hemorragia ni limpiarse el rostro.
Como consecuencia de esa pedrada, a Willy le quedó una cicatriz magnífica en
forma de una pequeña serpiente, que no cambió su expresión imperturbable, por
el contrario, la acentuó. Esa forma de mirar, ahora potenciada, tan alejada de
este mundo, me hacía pensar que Willy estaba a salvo de cualquier sufrimiento,
y yo lo envidiaba por eso. Esa envidia me llevó a robarle, tal vez con el
propósito de obtener algo de su extraño mundo. El robo sucedió un atardecer que
se alargaba casi hasta las siete, por eso recuerdo el episodio bajo una luz
onírica. Después de una de nuestras excursiones nos disponíamos a entrar a su
casa. Cuando estábamos en la entrada del jardín él vio algo en el suelo, lo
recogió y resultó ser un billete. En ese momento imaginé que esas eran las
señales que Willy recibía de su mundo, desde donde alguien disponía todo para
facilitarle la vida, de ahí que no se ocupara de esta realidad. Pero al
instante siguiente maldije la entidad protectora de mi amigo y lamenté mi
orfandad cósmica. Luego me asaltó la convicción de que ese billete estaba
destinado a mí, pero la arrogancia de Willy lo hacía pensar que todas las
señales iban dirigidas a él, inferí. Sin embargo, no dije nada y entramos a la
casa. Willy se dirigió de inmediato a su alcoba y puso el billete, con mucho
cuidado, en la parte alta de su armario. En un momento en el que fue al baño,
tomé el billete y lo escondí en mi zapato izquierdo. Cuando regresó lo invité
afuera a patear el balón un rato. Ya en mi casa, el billete me pareció un
objeto en verdad extraterrenal, con unos extraños dibujos diminutos. Casi no
dormí de la emoción que sentía por ser el propietario de tal prodigio. Al otro
día se lo enseñé a todos mis compañeros de grupo y después del almuerzo lo
guardé en mi armario antes de ir a buscar a Willy. Lo encontré sentado en la
entrada del jardín, contemplando sus zapatos con mirada triste (fue la segunda
y la última vez que vi su rostro turbado por algo). Verlo así me entristeció a
mí también. “¿Qué te pasó?”, le pregunté. “Se me perdió el billete”, me
respondió, a punto de llorar. Enfrentado a sus ojos, comprendí qué era la
compasión, pero no podía decirle que yo me había llevado el billete, con
seguridad no me hubiera perdonado haberle infligido ese dolor, incluso podríamos
dejar de ser amigos después de una confesión tal. De pronto, comenzó a llorar
sin hacer ningún ruido, y una lágrima recorrió su cicatriz. Esta exacta
coincidencia me pareció un espectáculo tan maravilloso que no me resistí y
recogí su lágrima con mi pulgar, sintiendo la rugosidad de su cicatriz, un
contraste entre la suavidad del líquido y la aspereza de la piel injuriada. Me
detuve en esa sensación, no sé cuánto tiempo después abrí mi mano para sentir
también la tersura de su mejilla. Él no se movió, ni siquiera me miró, tampoco
dijo nada. Mientras me deleitaba con esa discrepancia entre el líquido, la
cicatriz y la piel intacta, mi mamá me gritó desde la puerta de nuestra casa:
“Vení ya mismo”. No tuve más remedio que dejarlo solo con su tristeza. Al
entrar, vi que mi mamá tenía una correa en la mano, una muy mala señal que
anunciaba un inminente suplicio sin apelación. Antes de gritar de nuevo me
asestó el primer correazo. Vociferaba con esa profusión de saliva que la
caracterizaba cuando la dominaba la rabia. “¿Qué te he enseñado?”, bufaba,
“¿por qué tenés que hacer esas cochinadas?” Cuando escuché esto empecé a
lamentar haber robado ese billete. ¿A qué más podía referirse con “esas cochinadas”?
No tenía idea de cómo se había enterado, pero era inútil intentar averiguarlo.
Lo mejor era pedir piedad. Entonces empecé a gritar en medio de la andanada de
correazos: “perdóname, mamita, no lo vuelvo a hacer”, acentuando el tono de
terror e intercalando lloriqueos agudos. Cuando ya estaba cansada, paró la
lluvia de correazos, respiró hondo varias veces y al final dijo: “Está bien. No
lo volvás a hacer. No quiero verte otra vez tocando a ese negro”. Hasta ese
momento yo no había caído en cuenta de que mi amigo pertenecía a esa categoría
que le revolvía las tripas a mi mamá. Su boca se convertía en una mueca como de
vómito cada vez que despotricaba de “esos negros”. Nunca me había imaginado que
mi ídolo pudiera despertar esos sentimientos de animadversión. Es más, podría
decir que hasta ese momento yo no había
visto que Willy era negro.
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