sábado, 17 de febrero de 2018

No era tan grande el “vivo”



A propósito de la novela Era más grande el muerto de Luis Miguel Rivas

Como casi siempre que me encuentro con Juan Gabriel, tardamos poco tiempo para empezar a diseccionar nuestras lecturas actuales. Esa tarde, llevaba en la mano un ejemplar de la novela de Luis Miguel Rivas que sería lanzada el viernes siguiente en la Fiesta del Libro de Medellín. Juan hablaba con entusiasmo de una escena en que unos vallenateros, luego de ganarse una buena suma de dinero cantando para unos mafiosos, fueron a celebrar y a emborracharse en un bar de tangos. Ese tipo de cosas pasan en Medellín, atiné o desatiné a comentar. Mi atención ya estaba ganada, quería saber qué otras historias de este tipo se contaban en esa novela, sorpresivamente mi amigo sacó otro ejemplar aún forrado con el plástico y me lo entregó.

Crecer, hacernos grandes, en ocasiones es el resultado de sufrir menos por lo que cuando chicos sufríamos inmensamente. Era más grande el muerto me trasladó a esa etapa de la vida en que todos los esfuerzos estaban cifrados en aparentar para poder ser reconocido, ese afán lo retrata muy bien Rivas en sus personajes. Como efecto de su lectura, recordé una escena por allá a principios de la década de los noventa. Estaba en la casa de Pablo, un compañero del colegio, este reparó en que mis tenis, unos Puma “chiviados”, estaban despegados por la suela. Al mencionarlo traté de minimizar mi embarazo, le dije que esos eran para ir al colegio cuando tocaba educación física, que en mi casa tenía varios tenis originales en perfecto estado. Es una suerte de felicidad poder evocar la mirada comprensiva y bondadosa de Pablo esa tarde, no replicó a mi mentira mal pensada, tan solo fue por un tarro de pegamento y me señaló el tenis; sin protestar, me lo quité y se lo entregué.

El amor, como la amistad, está hecho de esas simples cosas que nos dan felicidad, pequeñas esquelas que retornan en un caprichoso sistema de entregas y olvidos. La evocación de esa escena fue un regalo empacado en un libro. La generosidad de Pablo hacia ese muchacho que sufría por algo que se solucionaba con pegamento de seguro no hubiera retornado si Juan Gabriel no me hubiese presentado esta novela. Estas líneas fueron escritas en clave de ese sentimiento y a la vez dádiva que llamamos amistad.

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“Era más grande el muerto” solía escucharse cuando alguien llevaba una prenda que le quedaba holgada, cuando de lejos se notaba que no le pertenecía. Al lado de este dicho había otra expresión que le hacía pareja, “el que con lo ajeno se viste, en la calle lo desvisten”. Ambos fraseologismos, o frases hechas, que conservan y expresan la sabiduría popular de las gentes, enmarcan la narración. En efecto, esta es una novela popular, en el sentido de que rescata el habla del pueblo; sin pretensiones ni complejos de inferioridad, escrita por un sinvergüenza, es decir, por alguien que no teme mostrarse quizá peor de lo que es. Lo que más resalta de la prosa es la inocencia y desparpajo con la que un personaje narrador y un narrador omnisciente van contando una serie de hechos cotidianos y nimios en medio de un mundo social que se resquebraja a punta de balas y bombazos; eso sí, a ritmo de tangos, baladas, vallenatos, boleros y “música americana”.

La historia comienza con la descripción de los zapatos de Chepe: “Los zapatos más caros y más pinchados y que dieran más estatus que usted pudiera imaginarse en la Villalinda de esa época”. Estos zapatos fueron a parar a los pies de Yovani, quien los compró en la morgue cuando ya Chepe no los iba a necesitar nunca más, y fue el motivo por el cual se conoció con Manuel, narrador y personaje principal de la historia. Este par de impávidos jóvenes, desesperados por conseguir plata “pa’la mecha”, viven una serie de peripecias y aventuras por andar vestidos con la ropa de un muerto que la organización mafiosa de la ciudad tuvo que matar en varias ocasiones; en esa ciudad se mata hasta a los cadáveres.

Estos zapatos de Chepe, que daban el mayor estatus que se pudiera imaginar, cierran también la narración. Manuel pretende conservarlos luego de que su amigo más cercano muriera por el estallido de una bomba: “Pasé los dedos por los taches de la suela y al llegar al talón halé. Descalcé a Yovani. Iba a meter los zapatos a la mochila cuando sentí a los policías encima y los dejé caer al suelo”. Manuel suelta los zapatos, acepta perder lo que daba más brillo en esa ciudad, la apariencia de una vida opulenta y llena de fantasías realizadas, y continúa su camino. La respuesta que le da a quien se acerca a pedirle plata, describe su estado: “—No hay nada hermano.”

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La prosa es ágil y directa, sin digresiones ni eufemismos. Presenta una variación ortográfica que remite a la invención de Saramago, quien utilizaba mayúscula después de coma para marcar o indicar la entrada de otra voz. Empero el caso de Rivas es aún más radical, pues utiliza la mayúscula, con este mismo fin, pero sin estar antecedida de ningún signo de puntuación:

Acabé de desayunar y llevé el plato a la cocina con mi mamá detrás y lavé la loza oyendo el chorro cayendo en la vajilla mezclado con la voz chillona Es que no sirven es pa’taco ninguno de los dos, creen que la plata cae del cielo, no valoran todo el sacrificio que uno hace, y puse a secar la loza en la canastica de plástico rojo, y fui a lavarme los dientes […]

La cantaleta de la madre es un ingrediente esencial en la dieta de Manuel, hasta la arepa le sabe a cantaleta. Si bien Manuel es quien cuenta la historia que se va desarrollando en un presente continuo, hay otro personaje sobre el que gravita la narración, uno que encarna al “patrón” del mal.

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Claramente es una ficción, la obra no se inscribe en lo que denominan novela histórica, o la novela-ensayo al estilo de Vila Matas, o la novela-crónica como le gusta jugar a Javier Cercas. La historia trascurre en Villalinda, una recreación de la Medellín de los años ochenta y noventa del siglo pasado. Años aciagos de la guerra de los carteles de la droga y contra estos, época que podría definirse como la Era Pablo Escobar, ahora más promocionada que nunca en series, películas y novelas repletas de los lugares comunes que propagan la leyenda por todo el continente. Contrario al manual de como triunfar con esas historias sin mucho esfuerzo, Rivas ofrece otra mirada a este fenómeno, nos acerca a la consolidación del narcotráfico desde su propagación e implementación en las prácticas cotidianas. Rivas logra captar esa transición en las trasformaciones urbanas con una sutileza llena de ingenio e ironía:

Uno podía ir por la calle y decir, Los de aquella casa de ventanales polarizados y balcones de mármol coronaron, Aquellos vecinos que tienen un solo garaje y echaron plancha apenas están comenzando, A los de esa casa que se quedó con el cuarto piso a la mitad y el hueco de la piscina sin terminar se les cayó el viaje, Estos del antejardín con enanos de colores y el jacuzzi en el balcón están trabajando con los más duros, El de la esquina que mantiene el mismo moridero de toda la vida no está en la pomada. Y así.

El pegamento, la razón por la que se mantienen gran parte de los conflictos es la riqueza antes que la pobreza. Si bien Rivas quería contar la historia desde la perspectiva de Manuel, un chichipato en sus términos, un joven del común, sin plata y sin trabajo, ajeno al sicariato y al narcotráfico, al retratar a Don Efrén, uno de los “dones” y manda-callar de Villalinda, muestra que los que tienen mucha plata igual se comportan como chichipatos. La narración muestra que a los ricos, incluso más que a los pobres, les preocupa aparentar antes que ser. Así Don Efrén quiere rodearse de arte y cultura, no como un fin en sí mismo, sino como un ardid o estratagema para alcanzar un propósito ordinario.

Don Efrén contrató a un asesor para que le diera clases de decencia, buenos modales y cultura. La misión del asesor era mejorar su imagen ante el público de la ciudad, pero principalmente ante los ojos de Lorenita, única mujer que se había atrevido a despreciarlo, y por bruto. Don Efrén solo pretendía que esta lo quisiese, así tuviera que incursionar en eso de la cultura para conseguirlo: “Vea, mijo, hágame el favor de ir a la librería y me trae tres volquetadas de libros de los más bonitos, y que cuando Salsa arrancó lo volvió a llamar, No, vea, mejor tráigame también feos, mezcladitos, que haya pa’todos los gustos”. Pero no bastaba con esas excentricidades para que el patrón estuviera seguro de que el plan para conquistar a Lorenita funcionaría, ya que el asesor le había dicho que no era solo cuestión de cantidad sino de calidad, así que le encargó que le consiguiera el libro más caro del mundo:

 —Y cuál es la güevonada que tiene pues esto pa’valer tanto –dijo al fin el patrón
—Es por lo antiguo. Y por lo que está escrito, por lo que dice ahí –le contestó el asesor.
—Y cómo va a saberse lo que dice ahí si no se entiende.
—Es que está en inglés antiguo.
—Pues claro que debe ser inglés porque no se entiende. Yo tampoco soy tan bruto pa’no darme cuenta. ¿Pero qué dice ahí?
—Son los salmos de la Biblia.
—¿Cómo así? ¿O sea que dice lo mismo que dice en la biblia que tengo en el nochero?
—Pues… sí señor.
—¿Pagué cinco millones de dólares por un libro que ya tengo? ¡No me crea tan pendejo!

Pronto Don Efrén se impacientó con tanta cultura, dejó el traje nuevo del emperador y se mostró tal como era: “Vea, mijo, no perdamos más tiempo. Yo no sirvo pa’esto. Le voy a ser sincero, para lo único que necesito la cultura es pa’levantame una chimba que me tiene enyerbado y le gustan esas cosas”. El duro de la ciudad, a quien la mitad de la ciudad teme y la otra lo admira, ese que se conquistó el corazón de los jóvenes, es tan solo un “vivo” que vive con la muerte encima y la riega por todos lados.

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Si Colombia es un país de chichipatos lo es no solo por los pobres que les venden el alma al diablo creyendo que así realizarán sus sueños de ascenso económico, lo es principalmente porque muchos ricos (nuevos y viejos) saben que les basta con aparentar ser honestos para apropiarse de los recursos públicos. Que amasan y amansan sus fortunas a costas de saquear las arcas de un estado que los ampara y desvía la mirada para iluminar la inseguridad.

Recrear el pasado reciente, como lo hizo Rivas en esta novela, permite acercarnos a la comprensión de nuestra realidad nacional, sin patetismos ni melodramas. El humor es un poderoso antídoto para no sucumbir ante la desesperanza, ni caer en amarillismos taquilleros. Pero más allá de esto, la lectura y el comentario de esta novela me hizo palpable la relación tan estrecha que existe entre literatura y amistad. Leemos y escribimos tal vez para que nuestros amigos no nos dejen de querer. En tiempos en que vivir es una guerra de ratas por ascender la pirámide del éxito, tal vez la amistad sea lo único que nos pueda librar por momentos del “sálvese quien pueda”. Es grato tener amigos que te sugieran libros como este.

Por Hermes Osorio


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