Sentí una punzada atravesando mi estómago, como cuando
el hambre grita después de haber llegado hace mucho rato sin avisar, y caminé apresurado,
sin mucho ánimo, a buscar almuerzo. A la salida del almacén me esperaba la calidez
del mediodía y un corredor del centro comercial a cielo abierto en medio de
vitrinas a lado y lado, alumbradas por la luz blanca de las lámparas. El sol
brillaba con potencia. No había tanta gente como para quererme ir ni tan poca
como para sentirme cómodo.
Las vitrinas estaban habitadas por maniquís vestidos
con ropa nueva, posando con la naturalidad de la gente en una postal de vacaciones,
miraban una pareja de jóvenes que estaba quieta, con el aspecto de quien llega
de un desayuno al aire libre un día soleado a señalar una falda verde y pálida.
Al lado de la pareja, en otra vitrina, junto a un jarrón con flores de papel
azul, un maniquí cadavérico arropado con una chaqueta de gorro esquimal observaba
indiferente a alguien que lamía despacio un cono derritiéndose con apuro: una
señora con cara de señora y cuerpo de señora, maquillada con alegría de muchacha,
apretada a la brava en ropa de joven. El vidrio reflejaba la lengua de la mujer
que se paseaba lentamente por la crema blanca del helado, y una cara larga con
los ojos quietos en las botas aterciopeladas del maniquí.
Tomé otro corredor sin vitrinas, donde encontré una
piscina de pelotas de colores, dos caballos mecánicos rojos y la pista de los
carros chocones. Había una niña sola que manejaba el único carro encendido, estaba
concentrada en los carros quietos y avanzaba hacia ellos a toda máquina pero
sin superar la velocidad de un peatón parsimonioso. Vi en los ojos de la niña el
brillo perdido de las muñecas cuando su dueña se embelesa maquillándolas. Después
de chocar un carro, reversaba a la mitad de la lentitud con la que había
acelerado, sonreía, aceleraba otra vez
para embestir de nuevo y el carro se deslizaba despacio emitiendo un sonido constante y manso
que contrastaba con la sonrisa silenciosa de la niña. Chocó una vez, dos veces,
varias veces más. Detrás de la reja blanca que rodeaba la pista, una mujer
aplastada en una silla batía un abanico floreado mientras observaba a la niña. El
encargado de los juegos sostenía su cabeza con el brazo que a su vez era
sostenido por el panel de botones. Esta escena la observé mientras caminaba, hasta
que tropecé con un letrero amarillo de letras rojas puesto con cuidado para
advertir a los visitantes de no tropezar.
Cuando alcancé el primer escalón para subir a la
zona de comidas, los olores desfilaron sin gobierno: la esencia gustosa de los caldos
cocinados a fuego lento, la fragancia fuerte de los pescados dorados a la
plancha, la frescura de los vegetales recién lavados, salpicados en vinagreta. En
la mitad de las escaleras el aroma recio de la carne de res asada comandó la bienvenida.
Ya en el segundo piso, sin alcanzar a
ver las mesas todavía, escuché el crepitar de las papas congeladas cayendo al
aceite hirviendo, la bulla empedernida de las licuadoras, y el susurro de las
carnes bronceándose al rojo de los carbones.
Por fin vi las mesas, rebosaban de tanta comida que
hacía imposible pensar que no hay suficiente en el mundo para alimentar a toda
su gente. Apuré el paso después de ver la foto de una hamburguesa grande en la
que se asomaba una carne gruesa y jugosa, la ordené en una de las cajas
registradoras sin despegar la mirada del cartel en donde la promocionaban.
Mientras esperaba, noté el bullicio ininteligible de
la multitud reunida en un sitio cerrado. En la mesa contigua, dos jóvenes de
rasgos indígenas, con las caras pintadas, las narices atravesadas por un
palillo largo y vestidos con gorros emplumados, túnicas de lino blanco y tenis
vistosos, permanecían de pie mientras uno golpeaba un tambor pequeño y el otro
soplaba una vara larga de bambú. « Ojos azules, no llores, no llores ni te
enamores…», entonaba con voz dulce el mismo que tamborileaba. Los músicos estaban en frente de una mujer que
revolvía, apática, un arroz de colores opacos.
En el cuadro contrastaba la alegría del banquete con
la frialdad inapetente de los comensales: la sonrisa de un pescado frito opuesta
a la cara larga de un señor afeitado con dejadez, el regocijo de una carne
bañada en chimichurri frente al descontento de un niño llorón, la comodidad de
los limones arrellanados en los bordes de un vaso ante los signos de
impaciencia de una mujer con el ceño fruncido.
Cuando llegó mi hamburguesa, la música se detuvo, el
volumen de los murmullos empezó a disminuir y las miradas de todos se
dirigieron, en orden coreográfico, hacia una mesa ubicada en el centro de la
zona de comidas. Sobre ella reposaban dos platos de comida recién servida y dos
bebidas aún con los hielos sin derretirse. Cada persona que se iba callando codeaba
a quien estuviera a su lado, llamando su atención. Hubo un silencio tenue,
quebradizo. Una mujer, con los labios brillantes por la grasa de su comida, apuntó
con su boca, tirando un beso insonoro, a la mesa de la mitad.
Mientras daba el primer mordisco a mi comida, la
sala pasó del mutismo a una suma de murmuraciones ascendente que empezó a
poblarla en una sinfonía escalonada. Todos fruncían el ceño, renegaban con
indignación, exigían que alguien tuviera la decencia de fingir ganas de comer
eso que ellos tampoco querían. Mastiqué mi bocado más veces de las que
cualquier persona pudiera contar. Una niña apartó su mirada de la mesa, cruzó
los brazos y apretó con fuerza su boca, pero quien debía de ser una tía no muy
querida, le embutió una cucharada repleta de sopa, repelida con fiera
obstinación hasta regarse en el vestido.
De pronto, de los baños, o no sé de dónde, apareció
una pareja bronceada caminando muy lento, tomada de gancho. Ella, cojeaba
porque tenía una rodillera ortopédica negra que le inmovilizaba una parte de la
pierna izquierda; mientras el joven seguía sus pasos como un espejo. Tomé un
trago grande de gaseosa que me ardió en la garganta. Ellos continuaron la
procesión seguidos por las miradas de todos y se sentaron. El público suspiró aliviado
y volvió a aburrirse en sus platos.
La pareja miró la comida, se miraron entre ellos,
hablaron suave. La chica revolvió el jugo para que no se asentara sin quitar
los ojos de un lugar definido e inamovible del piso, el color del vaso cobró
vida en un amarillo intenso, tomó por la punta una papa frita, la mordió con desgano;
mientras el hombre le decía algo con vehemencia entristecida, ella meneó su
cabeza de un lado a otro, volvió a mirar el suelo, apartó el plato y empezó a
llorar. Repetía su negación con la cabeza. Él le suplicaba, hasta que apartó también
su plato. Se pararon. Todos en la zona de comidas volvieron sus cabezas con distintos
ademanes de reproche. La pareja, indiferente, caminó otra vez, despacio,
ahora para alejarse de la mesa.
De un mordisco gigante terminé lo que quedaba de mi hamburguesa para ir detrás de
ellos. Tomé mi plato vacío para entregarlo con orgullo al señor que limpiaba las mesas, lo recibió sin mirar el plato y sin mirarme. Apuré mi paso para alcanzar a la pareja que iba hacia el ascensor, esta vez sin caminar sincronizados, el joven trató de rodear con su brazo la cintura de la chica, pero ella cojeó
un poco más rápido y se adelantó un paso y medio, él se apresuró sin cojear,
hasta ponerse a su lado, de nuevo al mismo ritmo de ella. Siguiéndolos volví a
ver todos los platos de las mesas: presas de pollo asado a medio morder,
pescados enteros y destrozados, ensaladas marchitas, vasos medio vacíos. Ya en
la puerta del ascensor, mientras esperaban, la chica lloraba abrazada a él.
Miré sus hombros, su pelo largo hasta la cintura, su pierna inmovilizada, su
pantorrilla, el tatuaje arriba del talón que en letra cursiva decía Happy.
Hola Juan, soy Juan David, que en tuiter era punteroderecho. ¿me podes decir tu email por favor? es que necesito preguntarte algo. Mi email es juandavidveleza en gmail.
ResponderEliminarMuchas Gracias.