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martes, 4 de febrero de 2014

Con la nada entre las manos

Seda de Alessandro Baricco

En una noche de insomnio, intento todas las técnicas conocidas para atraer el sueño. Al fin me levanto, los músculos se tensan con el frío capitalino. Al frente está Monserrate, iluminado con luces navideñas parece aprobar mi decisión: prender un cigarrillo y releer Seda de Alessandro Baricco.

Hace exactamente un año, había comprado el libro en Buenos Aires, allí, en cambio, el calor era sofocante aun en las noches. La leí en un solo día mientras viajaba en el subte, cuando paraba en algún parque para descansar del trajín a la sombra de un árbol o cuando disfrutaba de un café en el Ateneo; antiguo teatro hoy convertido en librería. Su extensión es poco más de cien páginas, cuando regresé al hostel en la tarde, solo me faltaban los últimos apartados. Que una historia de viajes se leyera mientras me desplazaba de un lado a otro de la ciudad porteña me pareció un presagio.

Al regresar a Colombia hablé de ella con mis amigos, encantados también con la prosa de Baricco. Escribir sobre ella se perfilaba como un compromiso desatendido. Un año después, alistando el equipaje para viajar a Bogotá, incluí a último momento el libro, al lado de una selección de cuentos de Arreola. Pensé que esta insólita historia podría ser una buena compañía para un viaje de ocho días. Tal vez en esta ocasión alguna idea saldría para escribir sobre una obra que Italo Calvino hubiera aprobado con regocijo. Más que un homenaje al maestro, Seda evidencia que, como pocos, Baricco ha incorporado las propuestas de Calvino para el nuevo milenio: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. 


El libro está compuesto de sesenta y cinco apartados que en este caso son movimientos o piezas de baile. La musicalidad de Baricco resiste la traducción, es una obra idónea para ser leída en voz alta. Con Seda es posible bailar con la música del silencio. La narración es secuencial y cronológica sin pretender crear un cuadro acabado. Por el contrario, resaltan múltiples puntos de fuga que el lector debe seguir para completar los vacíos que surgen. La prosa está libre de cualquier digresión, con las mínimas oraciones, el esqueleto, diría un anatomista, presenta una multitud de imágenes simultáneas. La precisión de Baricco es la de un experto billarista.

El género de esta obra es indeterminado, para Baricco no es un cuento largo ni una novela corta, y es algo más que una historia de amor. Para mí es una obra que tiene la rapidez de un relato de viajes, la concisión de un poema y el encanto de las historias de amor que encubren una trasformación subjetiva. El protagonista, mientras viaja haciendo su trabajo, encuentra el objeto de amor, al final de sus días solo conserva historias por contar. Es la historia, no de lo que se gana, si no de lo que se pierde con los viajes, con la vida.

Hervé Joncour era, por deseo de su padre, un aspirante a oficial del ejército hasta que conoce a Baldabiou:

Tenía una idea, solo le faltaba el hombre adecuado. Se dio cuenta de que lo había encontrado cuando vio a Hervé Joncour pasar por delante del café de Verdun, tan elegante con su uniforme de alférez de infantería y orgulloso de su porte militar de permiso. Tenía veinticuatro años en aquel entonces. Baldabiou lo invitó a su casa, abrió delante de él un atlas repleto de nombres exóticos y le dijo
—Felicidades. Por fin has encontrado un trabajo serio, muchacho (Baricco, 1997: 16).

Termina ganándose la vida viajando a Japón, a través de Europa, África y Asia, para comprar huevos de gusanos de seda para un pequeño pueblo textil de Francia en el siglo diecinueve. Es un precioso caso de levedad sostener una novela con una estructura de tan delicado origen. Son estas delgadas cadenas las que usa Baricco para atrapar al lector sin forzarlo, es una invitación a la que se responde con una entrega.

La exactitud en el dibujo de los personajes recuerda a los pintores expresionistas,  con unos pocos trazos perfilan toda una historia. Esto dice Baricco de Hervé Joncour: “Gozaba discretamente de sus posesiones y la perspectiva, verosímil, de acabar siendo realmente rico le dejaba completamente indiferente. Era, por lo demás, uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla” (p. 11).

La imperturbabilidad del personaje es compartida por el narrador omnisciente que cuenta la historia, ajeno a cualquier valoración moral de las acciones de sus personajes. “Los productores de seda de Lavilledieu eran, quien más quien menos, gente de bien, y nunca habrían pensado en infringir ninguna de las leyes de su país. La hipótesis de hacerlo en la otra punta del mundo, sin embargo, les pareció razonablemente sensata.” (24) Esta bella ironía indica cómo Baricco rehúye el maniqueísmo de dividir a las personas en buenas y malas. Como lo reafirma en una declaración de Hervé Joncour: “—Debo comunicaros una cosa muy importante, monsieur. Damos todos asco. Somos todos maravillosos, y damos todos asco” (p. 77).


Del último viaje,  Hervé Joncour no trae ni los huevos ni la mujer que lo enamoró, pero él ya es otra persona. Alguien que palpó la nada, que escuchó el silencio, que vio lo invisible: “(...) permaneció inmóvil, mirando aquel enorme brasero apagado. Tenía tras de sí un camino de ocho mil kilómetros. Y delante de sí la nada. De repente vio algo que creía invisible. El fin del mundo” (p. 85).

Hervé Joncour comprende, al final de sus días, luego de varias pérdidas, incluida la de su esposa, que lo más buscado estuvo siempre al alcance de su mano. Esta es precisamente la historia de amor que mencionaba, de la cual no diré nada, no por evitar arruinar la lectura del libro, sino porque después de leerla se darán cuenta que no hay nada más que decir.


Quizá lo más curioso en la transformación de este personaje es su vivencia del tiempo. Luego de recorrer miles de kilómetros comprendió que el tiempo, como lo ha planteado la física desde Einstein, es una dimensión del espacio: “La vida discurría en voz baja, se movía con una lentitud absoluta, como un animal acorralado en su madriguera. El mundo parecía estar a siglos de distancia” (p. 42). Es evidente que nos movemos o detenemos a voluntad en el espacio, con el tiempo no ocurre lo mismo. Este nos atraviesa, inmutable, sin que podamos hacer nada. La disposición espiritual que alcanza este personaje le permite superar esta restricción: “Se puso a observar la luz que temblaba, borrosa, en la lámpara. Y, con cuidado, detuvo el Tiempo durante todo el tiempo que lo deseó” (p. 49).

La seda es, en sí misma, un símbolo de levedad, capaz de sostener lo más pesado. Algo que comprendíamos muy bien los niños cuando jugábamos a los elefantes que se balanceaban en la tela de una araña. “Una vez había tenido un velo tejido con hilo de seda japonés. Era como tener la nada entre los dedos” (p. 23). Asir la nada entre las manos, ¿no es precisamente esto lo que pretende un escritor avisado de la irrealidad de las palabras?


Baricco, Alexandro (1997). Seda. Barcelona: Anagrama.






miércoles, 23 de octubre de 2013

Una razón para escribir


 
Cómo alguien deviene escritor es una pregunta tal vez obligada en las entrevistas sobre la creación literaria, pero en principio es un enigma que un lector atento busca descifrar en la obra de los escritores que lo conmueven. La literatura nos ofrece algunos atisbos explícitos, como es el caso de Cartas a un joven poeta, un testimonio de los avatares a los que se debe enfrentar un escritor en ciernes. Allí, Rainer Maria Rilke, luego de suscitarle la pasión por capturar la belleza en imágenes, le da a su aprendiz la indicación esencial para seguir su camino: dedicarse a la escritura sí y solo sí es lo único que puede mantenerlo con vida, “admita que usted moriría si se le prohibiera escribir”[1]. El futuro escritor debe poner su vida en función de la escritura, para que esta sea algo auténtico y no un entretenimiento pasajero.

Difundido en algunos medios literarios, dicho precepto, en apariencia certero y bien intencionado, encierra la falacia de que el escritor pertenece a una estirpe privilegiada. El acto de escribir, pensado de este modo, alimenta la vanidad de los que aspiran a la eternidad. Así, la escritura es un arreglo floral y la vida apenas un anhelo de un futuro que rectificará el pasado. En contravía a esta corriente, existen algunos autores que no ubicaron en el más allá la motivación de su escritura. Es el caso de Reinaldo Arenas, quien se asumió efímero y disfrutó con fervor los placeres fugaces. 

La vida del festivo escritor cubano no estaba en función de la escritura para la consecución de un noble ideal. Desde su infancia advirtió la cercanía de la muerte, obligar al mundo a ser distinto por medio de las palabras fue el talismán con el que protegió su vida. Su obra no fue una evitación o un triunfo sobre la muerte, fue la celebración de su inmanente presencia. En su autobiografía –empezada en las azoradas noches de la Habana cuando era un prófugo de la policía castrista y terminada bajo los padecimientos de una enfermedad terminal en un cuarto de Nueva York– nos da su testimonio: “La muerte siempre ha estado muy cerca de mí; ha sido siempre para mí una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme solamente porque entonces tal vez la muerte me abandone”[2]. Su escritura fue un hechizo  con el que venció el miedo paralizante frente a la acechanza de la muerte y, a la vez, el caudal que le permitió gritar lo que el buen juicio ordenaba callar. 

El germen de este ímpetu es lo que nos insinúa en Celestino antes del alba. Es el estreno en el ámbito editorial de Reinaldo Arenas (1968), la primera novela de una pentagonía que no alcanzó a publicar en su totalidad.  El escenario de la narración es una finca en un alejado pueblo tropical donde habita la familia de Celestino: su abuelo, un mayoral con todos los atributos del padre de la horda primordial; su abuela, entrenada para odiar, se lamenta de su progenie y de lo que le ha permitido a su esposo; su tía, una mujer burlada y deshonrada por un hombre que la abandonó; su primo, el niño-narrador, amedrentado por los ataques de su madre y abuelos, recibe de improvisto la gracia de poder contar la historia. En un ambiente insalubre y amenazante, cada personaje solo desea la muerte de los otros, y la propia. 

Excepto Celestino. Llegó a la casa de sus abuelos luego de la muerte de su madre, quien compartió la suerte de su tía, pero a diferencia de esta no quiso esperar más. Junto a la inquina natural de sus familiares, Celestino debe soportar el oprobio por la acción más infame, escribir: “Escribiendo. Escribiendo. Y cuando no queda ni una hoja de mangüey por enmarañar. Ni el lomo de una yegua. Ni las libretas de anotaciones del abuelo: Celestino comienza a escribir entonces en los troncos de las matas”[3].

Escribir poemas fue la ofensa mayor que Celestino infligió a sus parientes. Los vecinos dejaron de hablarles por lo deshonroso de su conducta. “Abuela dice que se le cae la cara de la vergüenza al pensar que a uno de sus nietos le haya dado por esas cosas. Y abuelo (con el hacha siempre a cuestas) no hace más que maldecir”[4]. Las acciones son vertiginosas y alucinantes. En un ambiente onírico se desarrolla la historia que no tiene principio ni final, en ella resaltan secuencias pero solo para quedar subsumidas en una atmósfera general de acoso y persecución. Como en Pedro Páramo, los personajes viven como muertos y mueren para nunca descansar; no hay posibilidad de escape.

Su primo, el niño-narrador, es el único que lo acoge, y desde el primer encuentro descubre una cercanía profunda con Celestino: “Y empezamos a hablar como ya estábamos acostumbrados: sin decir ni media palabra”[5].  Aparte de compartir el lecho, los juegos, los miedos y los sueños, Celestino se convierte en su héroe. No es un detalle menor que la novela la narre un personaje secundario. Indica que el escritor no es el héroe, ya que desde Homero los héroes mueren jóvenes. El escritor es quien sobrevive para contar la historia, como en el caso de Horacio en Hamlet. Esta novela muestra que Reinaldo Arenas también los supo, pero tal vez  no pudo sustraerse a la tentación de convertirse en héroe.

La novela escenifica la pugna constante entre la creación y la destrucción, entre el devenir y la eternidad. Cada vez que Celestino avanza en la escritura del poema infinito, que no es más que la vida en busca de su realización, el Abuelo, nuevo Cronos que devora a su prole, pasa con el hacha derribando los árboles; no sabe leer, pero entiende que esas líneas encierran algo bello. La eternidad no permite que la creación vea la luz, pues solo acepta la perenne repetición de lo mismo. Celestino no teme al Abuelo, su poesía es un desafío, es el arma con la que el héroe se enfrenta y derrota a la eternidad, por más que derrumbe todo lo que escribe.  Para mí, Celestino, niño-viejo que escribe poemas en los troncos de los árboles, es un personaje que guardo como un regalo. Es la voluntad poética encarnada en una voz que replica la belleza de la que carece el mundo. Su inquieto silencio, su eterno dolor nos hablan del desgarramiento que experimentan los seres abrumados por la belleza en un entorno que la rechaza. 
                                              
Esta novela corta, o gran poema épico, es una obra sobre el origen de la escritura. Además de recrear varios sucesos de la infancia de Reinaldo Arenas, representa el drama de un escritor en guerra con un sistema que lo constriñe y hostiga; pero que, como una maldición, no puede dejar de dibujarlo en sus creaciones literarias. Para Arenas la muerte estaba asegurada, y mientras la esperaba… escribía. Rilke habría muerto si le hubieran prohibido escribir. Arenas por su parte deseó la muerte cuando ya los muchachos no lo miraban en los sitios de ligue.  Hasta ahora he presentado ambas experiencias, la de Rilke y la de Arenas, como antagónicas. En realidad, son dos facetas distintas que conforman un mismo altar para la muerte. La primera es una aspiración al más allá, una escritura con la eternidad como horizonte. En la segunda, si bien habita el más acá, la tierra, el presente, la vida queda ahogada en la omnipresencia de la muerte; al no saber vivir de otro modo que no fuera con la muerte a cuestas, Reinaldo Arenas se bebió la vida de un solo sorbo.  

Su escritura es un sorbo, eso sí, del mejor ron que se ha producido hasta ahora en la isla de Cuba. Desde Celestino antes del alba, pasando por El mundo alucinante y El palacio de las blanquísimas mofetas, hasta llegar a su autobiografía Antes que anochezca, su obra es una de las más intensas e imprescindibles de la literatura latinoamericana. A parte de las comentadas aquí, pueden existir muchas razones por las que alguien decide escribir, o tal vez no haya ninguna especial. Devenir escritor quizá sea el producto de una serie de acontecimientos indescifrables, o acaso solo sea el afán de un impetuoso lector que intenta encontrar un porqué para sentarse a escribir.






[1] Rilke, Rainer Maria (1996). Cartas a un joven poeta. Barcelona: Norma, p14.
[2] Arenas, Reinaldo (1992). Antes que anochezca. Barcelona: Tusquets, p23

[3] Arenas, Reinaldo (1980). Celestino antes del alba. Caracas: Monte Ávila editores, p16
[4] Ibíd., p.97
[5] Ibíd., p. 11

miércoles, 14 de agosto de 2013

El veneno y el antídoto

La rosa púrpura de El Cairo de Woodie Allen

En cierta ocasión, un contertulio confesó no haber leído El Quijote. En vez de recibir una recriminación por lo que sería un descuido imperdonable, el amable interlocutor no solo lo admiró sino que lo envidió al evocar sus sensaciones cuando leyó por primera vez las aventuras del hidalgo caballero. La fatalidad que sentía Borges al acariciar los lomos de los libros que nunca leería, es similar a la que siento cuando pienso en todas esas películas maravillosas que aún no he visto. Afortunada o desafortunadamente, hoy he borrado una de la lista.

Durante la semana había visto en televisión un anuncio que promocionaba un ciclo de películas de Woodie Allen. En este, un seno gigante le tiraba leche al afamado director, mientras el comentarista lo definía como el neurótico más aclamado del cine. He visto pocas películas suyas, por pocas me refiero a unas veinte (que no alcanzan a ser ni la mitad de las que ha dirigido, escrito o actuado), pero las suficientes para reconocer en él a un bufón shakespeareano a quien más vale escuchar. En un momento de mi vida, sus películas me parecían verbosas y aburridas, por lo que dejé de verlas. Desde hace algunos años mi opinión ha cambiado, y hoy me sentí privilegiado de no haber visto antes La rosa púrpura de El Cairo.

La película es uno de los mejores homenajes que el cine se hace a sí mismo. No solo acompañó la noche de un sábado lluvioso, sino que sus diálogos me hicieron reír sin parar, la trama me sorprendió de principio a fin y me conmovió hasta las lágrimas cuando la protagonista decide vivir en la realidad y no en la ficción donde todo es posible. Sin dudarlo, yo hubiera elegido la ficción, pero Allen es un artista que conoce el valor de no ceder a la tentación del mínimo esfuerzo.

El argumento es simple y eficaz. En los tiempos de la Gran Depresión en Nueva York, Cecile, una mesera abusada por su esposo, lleva una vida mustia. A pesar de esto, cada día es animado por la expectativa de asistir, luego del trabajo, a la sala de cine. Allí no es una cliente más: saluda y llama por el nombre al taquillero, al vigilante y a todos en la cafetería, donde siempre pide maíz soplado. En el trabajo, en los pocos momentos en que logra sustraerse al asedio del jefe y de los clientes, habla de la película más reciente con su compañera y, mientras lo hace, su rostro resplandece. En la última semana, cada día ha ido a ver la misma película, La rosa púrpura de El Cairo, y mientras más la ve, mayor es su compenetración con los personajes.

En la casa de Cecile está su esposo ─un haragán, jugador y mujeriego que vive cómodo gracias a ella─, había intentado dejarlo, pero el retorno fue inevitable. Un día acontece lo inesperado pero posible en el multiverso. Había visto cinco funciones seguidas esa tarde, cuando uno de los personajes de la película, Tom, un arqueólogo de Chicago, aventurero y gentil, abandona la pantalla para decirle a Cecile que la ha observado todo el tiempo y que está enamorado de ella. La película se detiene, los actores paran el libreto y empiezan a increpar a Tom. Los espectadores a su vez reclaman, pues no han pagado por observar cómo los actores se quedan discutiendo. Cecile y Tom abandonan la sala y empiezan a vivir un romance.

La detención de la película es la noticia en todo el país. Es posible ir a la sala y presenciar el suceso: en la pantalla ya no hay cine, solo personajes en huelga que hablan sin libreto.  Mientras tanto, los productores ven amenazada la industria del cine y Gil, quien interpretó el papel de Tom en la película, aparece en la ciudad tratando de convencer a su personaje de que acepte su irrealidad y regrese a la pantalla. Tom insiste en que está enamorado y que prefiere la libertad; ante la negativa, Gil empieza a tramar una red más sutil: cortejar a Cecile.

Al no tener a la mano todo lo que necesita para sobrevivir como en el cine, Tom ingresa de nuevo a la película, pero esta vez con Cecile. Al principio los otros actores manifiestan su rechazo por los cambios que ello traería en la película, pero terminan por aceptarla. Cuando todo parecía encajar dentro de un final esperado y deseado por el romántico espectador, la veleidosa fortuna mueve sus hilos. Gil entra a la sala y le dice a Cecile que la ama y, lo más importante, que él sí es real. Es el momento crítico, ambos quieren ser elegidos, en apariencia son el mismo hombre, pero la disyuntiva es entre la ficción y la realidad. Al proponerle a Cecile una vida con él en Hollywood, Gil termina por convencerla. Ante la derrota, que es también la mía, Tom se despide con hidalguía y regresa a la pantalla.

Ilusionada, Cecile se va a empacar para el viaje, ahora sí con la determinación de abandonar a su esposo. Acude puntual a la cita convenida con Gil en la entrada del cine donde están desmontando el letrero de la película y anunciando otra. Pregunta por él y le informan que ha partido ya… comprende el engaño. Sin nada, tan solo con su maleta, hace lo único que alienta su vida: ver cine. Mientras ella ve la película, nosotros vemos su rostro: contrito al principio, se transforma hasta trasmitir la placidez y beatitud que solo brinda la percepción de la belleza.

La película es un juego de espejos, de dobles en conflicto. Empieza con una toma de la cartelera del cine donde exhiben una película con el mismo nombre: La rosa púrpura de El Cairo. Es decir, vemos la misma película que los personajes que entran a la sala, haciendo borroso el límite entre el adentro y el afuera. Luego, al salir Tom de la pantalla, evidencia que no solo los espectadores proyectan sus propias vidas en las historias de los personajes, sino que los actores a su vez responden a los anhelos de los espectadores. De esta manera, el cine existe más allá de las pantallas, en cualquier lugar.

Con un artificio elemental, un personaje que sale de la pantalla, Allen crea toda la tensión de la historia. Ese acto de Tom está precedido de una determinación: dejar de ser; la misma que enfrentó Alonso Quijano antes de convertirse en caballero andante. Tom decide rebelarse, desafiar el destino, salirse del libreto en el cual todo estaba decidido desde antes. Pero Allen no permitiría que nos quedáramos con ese mensaje trivial: dejar la realidad y entrar en la ficción o abandonar la fantasía y volvernos adultos. Para Allen el cine, la ficción, hace parte de la realidad, no es solo su representación; es justo el lugar de donde emerge triunfante con cada nueva obra. No vemos una película para evadirnos de la realidad, sino para descubrir que la vida misma es tan mágica que trae consigo el veneno y el antídoto.

Cuando el epílogo fue un premio

Esta historia, Alessandro Baricco, Anagrama, 2005.

La semana pasada terminé de leer Esta historia de Alessandro Baricco. Llegó justo cuando estaba pensando sin descanso sobre el propósito de una vida. Al terminar el libro concluí, con seguridad, lo mismo que otros cuando han pensado sobre lo mismo: basta tener un propósito, cualquiera, para que la vida pierda peso y gane levedad. Pero ojo, no hablo de la levedad como aquello carente de importancia, sino como la sonrisa presente hasta en las tareas más tediosas. Pueden ser varios, pequeños y continuos propósitos que nos llevan de un día a otro, como volutas de humo convirtiéndose en algodones,  acariciando nuestra piel cuando pasan. ¡Aligerar la vida es el propósito de los propósitos!, incluso cuando no llegan a cumplirse.

El propósito es una ilusión que vuela por su propio peso, y tener uno sosiega. ¿Cómo no sonreír a cualquier monstruo cuando conocemos el motivo de su aparición? ¿Cómo no soportar las largas y molestas horas de un trabajo de oficina o los desplantes de un amor, si no son más que pinceladas en un lienzo? El héroe de cualquier aventura se siente capaz de superar innumerables pruebas, siempre y cuando tenga la certeza de que hay un fin. Cada prueba es un peldaño dentro de una historia, un destino parcial que tiene significado por sí mismo.

Por cierto, si ustedes son de los que temen cuando les hablan de un libro porque piensan que se lo estropearán, pueden estar tranquilos, nada más les contaré el final de Esta historia, hecho que no arruinará su lectura.

Al final del libro, cuando Ultimo, el protagonista, muere, quedan algunas páginas por leer, es el epílogo. Allí, Elizaveta, la amante de Ultimo, por fin encuentra la pista de carreras que él quiso construir toda su vida y que ella buscó parte de la suya. Después de la separación de Ultimo y Elizaveta, él le dejó los planos del circuito en el único sitio donde ella podía encontrarlos. En el epílogo fui un cómplice, acompañé a Elizaveta cuando gastó una parte considerable de su gran fortuna en informantes desperdigados por todo el mundo para buscar la pista de carreras —Elizaveta estaba convencida de que existía el circuito aunque no tenía ninguna prueba; es más, creía con firmeza que Ultimo lo había construido para ella—, hasta que por fin uno de los emisarios nos informó de la existencia de un circuito similar al de los planos. Viajamos de inmediato y encontramos una pista en ruinas, por lo que tuvimos que pagarle a un ingeniero para restaurarla, pasamos casi siete meses antes de poder verla en perfecto estado. Esperamos con paciencia, alojados en un hotel del pueblo cercano, sin ver los avances de la obra. Una vez terminada la restauración del circuito, contratamos a un piloto de pruebas solo para ese momento y empezamos a recorrerlo a toda velocidad.

Antes de continuar, debo contarles algunos detalles para entender la historia. Ultimo es hijo de un entusiasta de los automóviles  ni siquiera se puede decir «cuando apenas había carros en las carreteras» porque ni carreteras había—, creció embelesado por las imágenes y experiencias de su padre; un señor tan fanático, que tenía un taller de mecánica en un lodazal en medio del campo. El propósito de Ultimo era construir un circuito de carreras perfecto. Una pista con una recta y dieciocho curvas, en la que cada peralte, cada ángulo, cada entrada o salida de una curva jugara con las emociones de quien la recorriera, o mejor, que transmitiera la misma conmoción de los momentos más intensos de su vida. Hasta entonces, hasta el epílogo, la vida de Ultimo puede parecer desconcertante, pero como dice Baricco:

«[…]no se deje engañar por las apariencias. ¿Sabe?, la gente vive muchos años, pero en realidad está verdaderamente viva sólo cuando consigue hacer aquello para lo que nació. Antes o después no hace otra cosa que esperar y recordar. Pero no está triste cuando espera o recuerda».

Baricco describe a Ultimo como a alguien rodeado por un aura extraña, un no-sé-qué que te obliga a mirarlo cuando pasa,  sobresale del paisaje, como si viviéramos en un mundo de dos dimensiones y solo a él le estuviera permitido ser de tres.  Baricco llama a esa aura extraña La sombra de oro:

«Luego los dos volvieron [el padre de Ultimo y su amigo el conde], instintivamente, hacia la puerta, como si los reclamara algún ruido. Todo estaba en silencio; y la puerta, abierta de par en par; y el umbral, desierto. Permanecieron un instante con la vista clavada allí, como a la espera. Ultimo pasó por el marco de la puerta, sin apercibirse siquiera de su presencia, atento como estaba a que no se le cayera de los brazos el haz que llevaba. Del mismo modo en que había aparecido, desapareció».

Ese no-sé-qué persigue a Ultimo a lo largo de toda la novela, en los diálogos, en sus acciones, incluso cuando no hace nada, o cuando conoce a Elizaveta. Lo lleva en la mirada, como aquel que se concentra en la diana con la convicción de que acertará.

Elizaveta, por su parte, tiene un diario, que es la narración en primera persona de varios capítulos del libro. Ella es y no es al mismo tiempo la amante de Ultimo, una suerte de amor imposible que sí fue, pero de un modo distinto al que un lector de novelas rosa esperaría. Se conocen cuando ambos trabajan vendiendo pianos, Elizaveta da lecciones gratis para tocar el instrumento como una manera de incitar a los clientes a comprar, mientras que Ultimo repara los pianos averiados y conduce el camión que los transporta. Sin ninguna razón aparente, Elizaveta decide perjudicar a todas las familias que visitan. Ella es un peligro.

 Pero bueno, mi intención es contar solo el final de la historia y no hablaré más de Elizaveta. Solo agregaré la siguiente cita, sin intervenciones ni comentarios, para mantenerme a una distancia prudente de ella.

«La solución más banal quería evitarla, pero con los Farrell no tenía ganas de inventarme nada nuevo, era una familia aburrida, sólo quería marcharme de allí cuanto antes. El señor Farrell seguía mirándome. Era de los que creen que antes o después ocurrirá. Se lo hice creer. Durante un par de semanas lo mantuve a raya. Luego, esperé a quedarme a solas con él. Me desgarré la blusa, en la parte delantera, y le dije que o me daba veinte dólares o me ponía a gritar. De repente ya no estaba tan seguro de sí mismo. Me dio los veinte dólares. Entonces le dije que, ya que había pagado, podía tocar. Me puso las manos sobre el pecho. Me besó los pezones. Ahora basta, le dije. Y me abroché la chaqueta, en la parte delantera. Nos las arreglamos para quedarnos a solas, otras veces, aquella semana. En todas las ocasiones, él pagaba. También me dejé tocar entre las piernas. La última vez él sacó los veinte dólares, pero yo le dije que no quería dinero. Desabróchate los pantalones, le dije. Él temblaba por la emoción. Luego me desgarré la blusa, sobre el pecho. Y me puse a gritar. Llegó su esposa, con el niño pequeño correteando tras ella. El señor Farrell intentaba subirse los pantalones. Yo lloraba. No podía ni hablar. Hacía como que me tapaba la parte de adelante, pero no lo hacía de verdad. Quería que ella viera lo bonitos que eran mis pechos».

Ahora volvamos al epílogo: cuando encontramos el circuito, luego de haberlo buscado por todo el mundo, lo recorremos los tres, Elizaveta, el conductor de pruebas y yo. Después de encender el motor, alcanzamos gran velocidad por la única recta, y el paisaje se desdibuja en una mezcla de colores que combina el verde de los árboles y el amarillo de la hierba seca. El ruido del Jaguar XK120, el intenso olor a gasolina, el velocímetro marcando su máxima potencia, temo que no alcanzaremos ni la primera curva. Un leve descenso en la velocidad nos permite girar, y con el estómago incendiado tomamos la segunda curva. Freno, pedal, pedal, freno. Tendido en la cama siento una brisa que se cuela por mi traje de piloto, tres, cuatro, diez giros… El conductor suda, mis manos también. Pedal, pedal y con toda la aceleración necesaria para que las dos llantas internas del auto se eleven, tomamos la última curva y caemos sin caer, nos levantamos sin levantarnos. Escucho a Elizaveta susurrar: ¡qué cabrón!  Tomamos de nuevo la recta a toda velocidad, y sin tener tiempo de pensar estamos de nuevo en la tercera curva. Vamos más rápido de lo que mis ojos pueden leer y recorremos una y otra vez el circuito, dibujando con el auto una elipse en la pista.

En el circuito está toda la vida de Ultimo: la admiración por su padre, el primer viaje con la mirada por el cuerpo de una mujer, el horror de la guerra, el amor y la sensualidad de los mejores encuentros de su vida; todo, y su significado es un secreto entre Ultimo, su amante y el lector. Ultimo que, como dije, ya está muerto en el epílogo, no alcanzó a conocer el desenlace de su circuito, pero el lector sí. Quiero decirles que para montarse en este auto es preciso leer todo el libro, el epílogo es un regalo para quien sabe esperarlo, de lo contrario se corre el riesgo de ser el conductor contratado solo para la ocasión.

Quizá el propósito de Ultimo no es lo que se espera de un héroe, como rescatar a una princesa o liberar a un país. No. Tampoco se trata de la historia de quien se lanza al vacío consciente de su infausto destino. El propósito de Ultimo fue una resolución sostenida con firmeza a lo largo del tiempo, a tal punto que jamás le importó si llegaba a cumplirlo; sin embargo, cada una de sus acciones cobró fuerza con la sola idea de que podría hacerlo. Su vida no se detuvo cuando construyó el circuito, la historia no acabó allí. No toda historia termina cuando el héroe encuentra lo que busca.


 Para terminar, debo decirles que cuando Elizaveta tomó la última curva y volando sin despegarse del suelo, susurró: ¡qué cabrón!, grité: ¡Hijueputa!