¿De dónde vienen las
respuestas a las preguntas que martillan las cabezas de los filósofos y exégetas
de la vida? No puedo decirlo. Aunque poco me he interesado en temas metafísicos,
estoy seguro de que en la solución de todo interrogante se halla un evento
azaroso. Detallo los lomos de mis libros organizados con devoción en la biblioteca.
Sin embargo, en esta noche de un verano pegachento, son tantos
los zancudos que no puedo concentrarme y empiezo a soñar con un ejército de
arañas pequeñas y delgadas que instalen redes efectivas para atraparlos. Como
no tengo el ejército de mis sueños, olvido mis cavilaciones y consulto, en
folletines y enciclopedias, cómo remediar el agobio que me causa el zumbido de
tanto bicho en el aire. Algunos estudiosos recomiendan el uso de complejos
dispositivos, otros sugieren clausurar la habitación por días, incluso indican
la preparación de insólitas sustancias viscosas para embadurnarse de pies a
cabeza, obstaculizar las picadas y atrapar algunos insectos vivos. Al no darme
por satisfecho con las respuestas que otros han intentado dar a mi problema,
decido hacer algo útil de la literatura: tomar once libros, abrir los diez más
deslucidos y deteriorados, esparcirlos como trampas en el piso del cuarto y esperar
a que algún insecto ingenuo caiga.
Tomo el undécimo libro para apaciguar la espera, es
el que más me gusta: pequeño, de pasta dura, que deja mi cabeza hecha un plomo siempre
que lo leo. Después de hojearlo durante dos horas y treinta y tres minutos sin
que ninguno de los otros libros cumpliera su función de trampa, ingresa al
cuarto un zancudo enorme. Los demás insectos huyen en formaciones caóticas o en retiradas solitarias. El
zancudo y yo quedamos solos. Se posa en una de las líneas del libro que está en
mis manos, el único que no quiero manchar con sangre:
"...hablar no sirve de gran cosa cuando no se
tiene nada que decir..."
El zancudo gigante se pavonea por esta línea,
de izquierda a derecha, sin parar, como si supiera que no hay signos de
puntuación. Después de terminar, vuela de nuevo al comienzo de la frase, la
relee, esta vez más despacio, y salta a la línea siguiente:
"−hablamos demasiado, demasiado −añade,
mirándome con las pupilas dilatadas..."
El zancudo se detiene y me mira a los ojos con esa
parte en la que estarían dilatadas sus pupilas si las tuviera o si yo pudiera
verlas. Quiero aplastarlo pero solo encuentro la malquerencia hacia mis
instintos asesinos que me impide cerrar el libro con fuerza. Mis manos
palpitan. Este zancudo es más temerario que todos los hombres más osados que he
conocido. Continúa leyendo:
"…en seguida bosteza nuevamente y me muestra
una boca delicada como un juguete…"
El desparpajo del zancudo relamiéndose la
probóscide hace que mi sangre empiece a hervir, y mientras mi sangre más se
calienta, el zancudo más se relame. Permanezco inmóvil. Mi corazón retumba como un tambor de combate,
el insecto mira con gustoso apetito el sitio donde succionará mi sangre. Cierro
el libro bruscamente y lo abro de nuevo, rápido, en la misma hoja en donde creo
que estará aplastado. No está. Entonces pienso que es un animal sabio, conocedor
de todos los secretos del mundo y por eso mismo fastidioso. Un insecto plagado
del tedio que da el conocimiento y la fatiga de la búsqueda perpetua. Me horrorizo
al imaginar ese bicho zumbándome en la oreja durante toda la noche. Miro
hacia arriba y lo veo volar carcajeándose, retándome. Me levanto a
perseguirlo con el undécimo libro sin importar que se empiece a deshojar
mientras lo abro y lo cierro, batiendo ambas tapas para matarlo. Tropiezo.
Hojas, cubiertas, lápices, separadores y libros, todo queda desparramado. Lo
logro. Sus restos sangrientos permanecen en una línea de las hojas sueltas que
yacen en el suelo:
"...una cosa es luchar contra la curiosidad y
otra, haberla vencido..."