Un
acontecimiento me sorprendió en gran medida aquella mañana: ver un gato
comiéndose una rana. Yo había madrugado mucho para llegar antes que las niñas a
la pared blanca del solar. Eran las cinco y treinta de la mañana, uno de esos
días de julio en que ya empezaba a clarear a esa hora, con un incipiente
bochorno que anunciaba la larga y calurosa jornada de verano. Cuando me
disponía a entrar en el baldío, en la semipenumbra, vi una sombra moverse entre
la hierba alta. Después de unos segundos de aventurar diversas hipótesis (una
rata, una bolsa agitada por el viento, la ilusión visual de una roca
desplazándose), vi que se trataba de un gato acechando algo entre la maleza.
Con suma suavidad y extrema concentración, el animal se dirigía hacia su
objetivo, ubicado fuera de mi campo de visión. De pronto, un cuerpo pequeño y
oscuro saltó desde la hierba. El gato, con perfecta sincronía, voló hasta
encontrarse con su presa en el aire. La atrapó con su boca mientras la
desgarraba, todavía sin aterrizar, con sus patas delanteras. Luego se acurrucó
junto a un arbusto para tomar su desayuno. Cuando logré acercarme un poco pude
ver las largas patas de una rana saliendo por un lado de la boca del felino. La
presa, a esas alturas, solo era un par de extremidades temblorosas por la
acción del furioso masticar del gato. Aún sin tragar del todo, salió huyendo
cuando me vio de reojo. Por un momento quedé paralizado. Algo se había
revolcado en mi estómago, pero no era asco, era más bien un brinco de
satisfacción por haber aprendido algo nuevo a mi corta edad: los gatos también
comían ranas. Sin embargo, al mismo tiempo, esta constatación me llenó de
aprensión hacia los gatos; desde entonces se convirtieron para mí en seres
astutos y malignos que guardan terribles secretos. Con el tiempo esta sensación
se convertiría en verdadero temor hacia esos animales. Me sacó de mi
estupefacción la intensa luz de la mañana en toda su plenitud, señal de que
pronto llegarían las niñas. Antes de esconderme en el arbusto decidí pasearme
junto a la pared blanca para explorar si había algún objeto particular.
Mientras caminaba mirando la hierba esperaba encontrar alguna señal de algo
prodigioso, pero no encontré nada. Ahora que lo recuerdo con detenimiento,
fueron dos los sucesos que me impresionaron aquella mañana. El segundo fue el
olor que había junto a la pared. Era una pestilencia agria, incluso la sentí
rebotar en mi paladar, lo cual me hizo escupir. De inmediato asocié aquel hedor
con la descomposición de cientos de cadáveres de ranas. Esa fetidez y la
consiguiente asociación acrecentaron mi curiosidad por descubrir las
actividades de las niñas cuando se escondían detrás de la pared, que del otro
lado del solar daba a la calle, y corrí a ocultarme detrás del arbusto. Desde
hacía algunos días me había percatado de que cuando íbamos caminando hacia el
colegio, en esa romería uniformada pero dividida en grupúsculos (yo siempre iba
solo), al llegar al baldío esas dos niñas se escabullían detrás de la pared,
que podría ser el último muro en pie de una demolición, o el primero de una
construcción truncada, pintado de blanco de una manera cuidadosa e impecable.
Unos instantes después salían al otro lado tomadas de la mano, muy contentas.
Yo las observaba desde la esquina sin que ellas lo advirtieran, encapsuladas en
su misteriosa complicidad. Al cabo de unos minutos las vi aparecer en el
baldío. Se ubicaron más o menos en el centro de la pared, a unos dos metros de
distancia la una de la otra, mirándose de frente. Desde donde me escondía podía
verlas de frente con solo mover un poco la cabeza de un lado a otro. Sin mediar
palabra se sacaron los calzones por debajo de la falda del uniforme y los
dejaron con cuidado sobre la hierba. Se alzaron las faldas hasta el pecho, las
sostuvieron con los codos contra los costados (aquello parecía una danza
sincronizada) y se acuclillaron separando mucho los muslos, apoyando las manos
en la rodillas para equilibrarse. Empezaron a orinar mientras se miraban y se
sonreían. En un principio sentí otro salto en el estómago (el segundo de
aquella mañana), esta vez de excitación, y tuve una erección incómoda por la
forma en que estaba agachado. Después sentí pánico al ver que sus chorros no
salían de ningún apéndice externo parecido a una manguera, sino que brotaban
del interior de sus cuerpos, pero la erección no cedió. Pensándolo bien, en
realidad fueron tres los acontecimientos que me sobresaltaron aquella mañana.
El tercero fue la visión de esos cuerpos con un diseño extraño, que destilaban
desde sus entrañas esa pestilencia que me había asaltado junto a la pared (en
una rara figuración aparecieron en mi mente, en cadena, las ranas muertas, la
pestilencia y el orín de las niñas). Yo creía saberlo todo sobre las mujeres, a
mi corta edad había tenido la oportunidad de ver a varias desnudas (a mi mamá
saliendo del baño emparamada porque había olvidado la toalla, a mi tía
cambiándose de ropa sin saber que me había escondido en el armario de rejilla,
a mis primitas saltando en la piscina inflable), pero en aquel momento, viendo
a las dos niñas, caí en cuenta de que nunca había visto a una mujer orinar. De
hecho, había completado este bache de mi aprendizaje con un sueño: mi tía
entraba corriendo al baño, donde yo jugaba con un carro, y orinaba frente a mí,
sacándose un pene de entre las ingles, desplegándolo como se hace con la
cuchilla de una navaja. Hasta aquella mañana, oculto tras el arbusto en aquel
solar, estuve convencido de la existencia de un mecanismo tal en las mujeres.
Tal vez ese pánico, que poco a poco devenía en tristeza, se debiera al hecho de
sentir cómo los sueños se estrellan contra la realidad. Cuando terminaron, las
niñas se enderezaron, dejaron caer las faldas, se pusieron los calzones y
continuaron su camino hacia el colegio, tomadas de la mano, sin dejar de sonreír.
En verdad, fueron cuatro los sucesos que me asombraron esa mañana. El cuarto
fue más tarde, cuando vi a las dos niñas saltando lazo durante el recreo,
felices, cantando un trabalenguas para acompañar el juego. En aquel momento ya
las veía como una especie de muñecos diabólicos. Este sentimiento se irradiaría
a todas las mujeres que he conocido después de mi experiencia en el solar. Con
el tiempo, al igual que a los gatos, terminaría por temerles.

miércoles, 21 de agosto de 2013
miércoles, 14 de agosto de 2013
El veneno y el antídoto
La rosa púrpura de El Cairo
de Woodie Allen
En
cierta ocasión, un contertulio confesó no haber leído El Quijote. En vez de
recibir una recriminación por lo que sería un descuido imperdonable, el amable
interlocutor no solo lo admiró sino que lo envidió al evocar sus sensaciones
cuando leyó por primera vez las aventuras del hidalgo caballero. La fatalidad
que sentía Borges al acariciar los lomos de los libros que nunca leería, es
similar a la que siento cuando pienso en todas esas películas maravillosas que aún
no he visto. Afortunada o desafortunadamente, hoy he borrado una de la lista.
Durante
la semana había visto en televisión un anuncio que promocionaba un ciclo de películas
de Woodie Allen. En este, un seno gigante le tiraba leche al afamado director,
mientras el comentarista lo definía como el neurótico más aclamado del cine. He
visto pocas películas suyas, por pocas me refiero a unas veinte (que no
alcanzan a ser ni la mitad de las que ha dirigido, escrito o actuado), pero las
suficientes para reconocer en él a un bufón shakespeareano a quien más vale
escuchar. En un momento de mi vida, sus películas me parecían verbosas y
aburridas, por lo que dejé de verlas. Desde hace algunos años mi opinión ha cambiado,
y hoy me sentí privilegiado de no haber visto antes La rosa púrpura de El Cairo.
La
película es uno de los mejores homenajes que el cine se hace a sí mismo. No
solo acompañó la noche de un sábado lluvioso, sino que sus diálogos me hicieron
reír sin parar, la trama me sorprendió de principio a fin y me conmovió hasta
las lágrimas cuando la protagonista decide vivir en la realidad y no en la
ficción donde todo es posible. Sin dudarlo, yo hubiera elegido la ficción, pero
Allen es un artista que conoce el valor de no ceder a la tentación del mínimo
esfuerzo.
El
argumento es simple y eficaz. En los tiempos de la Gran Depresión en Nueva
York, Cecile, una mesera abusada por su esposo, lleva una vida mustia. A pesar
de esto, cada día es animado por la expectativa de asistir, luego del trabajo,
a la sala de cine. Allí no es una cliente más: saluda y llama por el nombre al
taquillero, al vigilante y a todos en la cafetería, donde siempre pide maíz soplado.
En el trabajo, en los pocos momentos en que logra sustraerse al asedio del jefe
y de los clientes, habla de la película más reciente con su compañera y,
mientras lo hace, su rostro resplandece. En la última semana, cada día ha ido a
ver la misma película, La rosa púrpura de
El Cairo, y mientras más la ve, mayor es su compenetración con los
personajes.
En
la casa de Cecile está su esposo ─un haragán, jugador y mujeriego que vive cómodo
gracias a ella─, había intentado dejarlo, pero el retorno fue inevitable. Un
día acontece lo inesperado pero posible en el multiverso. Había visto cinco
funciones seguidas esa tarde, cuando uno de los personajes de la película, Tom,
un arqueólogo de Chicago, aventurero y gentil, abandona la pantalla para
decirle a Cecile que la ha observado todo el tiempo y que está enamorado de
ella. La película se detiene, los actores paran el libreto y empiezan a
increpar a Tom. Los espectadores a su vez reclaman, pues no han pagado por
observar cómo los actores se quedan discutiendo. Cecile y Tom abandonan la sala
y empiezan a vivir un romance.
La
detención de la película es la noticia en todo el país. Es posible ir a la sala
y presenciar el suceso: en la pantalla ya no hay cine, solo personajes en
huelga que hablan sin libreto. Mientras
tanto, los productores ven amenazada la industria del cine y Gil, quien
interpretó el papel de Tom en la película, aparece en la ciudad tratando de
convencer a su personaje de que acepte su irrealidad y regrese a la pantalla. Tom
insiste en que está enamorado y que prefiere la libertad; ante la negativa, Gil
empieza a tramar una red más sutil: cortejar a Cecile.
Al
no tener a la mano todo lo que necesita para sobrevivir como en el cine, Tom
ingresa de nuevo a la película, pero esta vez con Cecile. Al principio los
otros actores manifiestan su rechazo por los cambios que ello traería en la
película, pero terminan por aceptarla. Cuando todo parecía encajar dentro de un
final esperado y deseado por el romántico espectador, la veleidosa fortuna
mueve sus hilos. Gil entra a la sala y le dice a Cecile que la ama y, lo más
importante, que él sí es real. Es el momento crítico, ambos quieren ser
elegidos, en apariencia son el mismo hombre, pero la disyuntiva es entre la
ficción y la realidad. Al proponerle a Cecile una vida con él en Hollywood, Gil
termina por convencerla. Ante la derrota, que es también la mía, Tom se despide
con hidalguía y regresa a la pantalla.
Ilusionada,
Cecile se va a empacar para el viaje, ahora sí con la determinación de
abandonar a su esposo. Acude puntual a la cita convenida con Gil en la entrada del
cine donde están desmontando el letrero de la película y anunciando otra.
Pregunta por él y le informan que ha partido ya… comprende el engaño. Sin nada,
tan solo con su maleta, hace lo único que alienta su vida: ver cine. Mientras
ella ve la película, nosotros vemos su rostro: contrito al principio, se transforma
hasta trasmitir la placidez y beatitud que solo brinda la percepción de la
belleza.
La
película es un juego de espejos, de dobles en conflicto. Empieza con una toma
de la cartelera del cine donde exhiben una película con el mismo nombre: La rosa púrpura de El Cairo. Es decir, vemos
la misma película que los personajes que entran a la sala, haciendo borroso el
límite entre el adentro y el afuera. Luego, al salir Tom de la pantalla, evidencia
que no solo los espectadores proyectan sus propias vidas en las historias de
los personajes, sino que los actores a su vez responden a los anhelos de los
espectadores. De esta manera, el cine existe más allá de las pantallas, en
cualquier lugar.
Con
un artificio elemental, un personaje que sale de la pantalla, Allen crea toda la
tensión de la historia. Ese acto de Tom está precedido de una determinación:
dejar de ser; la misma que enfrentó Alonso Quijano antes de convertirse en caballero
andante. Tom decide rebelarse, desafiar el destino, salirse del libreto en el
cual todo estaba decidido desde antes. Pero Allen no permitiría que nos quedáramos
con ese mensaje trivial: dejar la realidad y entrar en la ficción o abandonar la
fantasía y volvernos adultos. Para Allen el cine, la ficción, hace parte de la realidad,
no es solo su representación; es justo el lugar de donde emerge triunfante con
cada nueva obra. No vemos una película para evadirnos de la realidad, sino para
descubrir que la vida misma es tan mágica que trae consigo el veneno y el
antídoto.
Una promesa por cumplir
Semejante
a un grito burlón, la puerta se cerró con un estruendo gutural salido de una
garganta metálica, como el final de la arcada de un vómito, precedido del
chirriar de los goznes. Me sentí expulsado como un desecho, los guardias de la
prisión nunca me miraron a la cara, como si trataran con un balde de mierda.
Hace cinco minutos estoy parado en frente de la puerta de la cárcel sin saber
qué dirección tomar. No tengo más que la ropa que llevo puesta, mi billetera
con mis documentos de identidad, el dinero justo para pagar un pasaje en bus, y
una bolsa con tres pares de medias y unos pantaloncillos. En realidad, no
quería salir, me sentía a gusto adentro. Después de que te acostumbras a chupar
vergas, la vida se te hace fácil en la cárcel: dinero para cigarrillos, yerba y
comida. Lo demás es ver televisión sin hablar con nadie en el salón, acostarte
temprano y no meterte en líos. No se puede aspirar a una vida más plácida. Además,
adentro me sentía a salvo de mí mismo, protegido del hecho de verme obligado a
cumplir la promesa de terminar lo que dejé incompleto antes de llegar aquí. Al
principio, cuando me trajeron a este lugar, hacía ejercicio todas las mañanas. Mientras
corría alrededor del patio me alentaba pensando que el tiempo pasaría rápido
hasta el momento de salir para matar de verdad a Elizabeth. Lo más cabreante
del mundo es saber que estás encarcelado porque intentaste matar a alguien, no
porque solo quisieras intentarlo, sino porque de manera inexplicable una
persona se salva de un disparo en la cabeza. Y yo pagando cana, y ella muy
oronda tomando sopitas, yendo a fisioterapia. Y yo corriendo, dándole cientos
de vueltas al patio húmedo, prometiéndome acabar mi tarea en cuanto salga.
Después ya no quería salir, no solo porque había encontrado una manera
tranquila de vivir, sino también porque no quería traicionarme a mí mismo:
sospechaba que al enfrentarme con la calle me daría cuenta de que me había
acobardado. Pero también era como una especie de hastío anticipado de tener que
matarla de nuevo, o mejor dicho, matarla esta vez de verdad. Durante mucho
tiempo logré olvidarme de que algún día saldría. Hasta que una mañana me
llamaron al locutorio, donde estaba el abogado que el día de la condena me
palmeó en el hombro con desgano, con un gesto en el rostro que significaba
“esto se veía venir”, sin prometerme una apelación, diferente a lo que pasa
siempre en los juicios de las películas. Esta vez me sonrió y me abrazó para
decirme que tenía mi boleta de libertad condicional. Por una extraña razón que
no quise averiguar, él había hecho la cuenta del tiempo de la pena y el tiempo
legal para salir por anticipado. Con el mismo poder que le di para que me
representara en el juicio, además de indagar por mi comportamiento
(“impecable”, decía el informe), gestionó mi libertad. Me dio un poco de pena
por él porque no pude alegrarme. Se marchó algo desconcertado. Desde entonces
han transcurrido tres días, y ahora estoy aquí, recibiendo este sol matutino
que no quema sino que pica. No me he movido porque estoy retrasando lo que
ineluctablemente tendré que hacer. Tomaré un bus hasta el centro; de cualquier
manera enredaré al Zarco para que me alquile un revólver con la promesa de
pagarle después de terminar la vuelta. Se la pintaré tan buena y tan segura que
incluso me prestará plata, y tomaré otro bus hasta la casa de Elizabeth (por mi
hermana supe que vive aún en el mismo lugar con su mamá). Tal como lo hice la
vez anterior, tocaré el timbre, en cuanto abran patearé la puerta y la buscaré
en todas las habitaciones (según me ha dicho mi hermana, siempre está encerrada,
no puede trabajar porque quedó turuleta después del disparo). Estará viendo
telenovelas, o tomándose una de sus sopitas. Quizá ya no sea capaz ni siquiera
de sorprenderse. En esta ocasión no le dispararé una sino seis veces en la
cabeza. Estoy seguro de que de esa no se salvará. Pero en esta oportunidad no
huiré, no me esconderé, esperaré sentado en el umbral a la policía. Probablemente
en setenta y dos horas estaré de vuelta aquí. Esta puerta se abrirá de nuevo y
tendrá que volver a tragarse su vómito, los guardias tendrán que reintegrar el
balde de mierda del que creían haberse librado. Volveré a chupar vergas.
Viviré, ahora sí, tranquilo. Sin rabia. Sin promesas por cumplir.
Cuando el epílogo fue un premio
Esta historia,
Alessandro Baricco, Anagrama, 2005.
La semana pasada terminé de leer Esta historia de Alessandro Baricco. Llegó justo cuando estaba
pensando sin descanso sobre el propósito de una vida. Al terminar el libro concluí,
con seguridad, lo mismo que otros cuando han pensado sobre lo mismo: basta
tener un propósito, cualquiera, para que la vida pierda peso y gane levedad.
Pero ojo, no hablo de la levedad como aquello carente de importancia, sino como
la sonrisa presente hasta en las tareas más tediosas. Pueden ser varios,
pequeños y continuos propósitos que nos llevan de un día a otro, como volutas
de humo convirtiéndose en algodones, acariciando
nuestra piel cuando pasan. ¡Aligerar la vida es el propósito de los propósitos!,
incluso cuando no llegan a cumplirse.
El propósito es una ilusión que vuela por su propio peso, y tener
uno sosiega. ¿Cómo no sonreír a cualquier monstruo cuando conocemos el motivo
de su aparición? ¿Cómo no soportar las largas y molestas horas de un trabajo de
oficina o los desplantes de un amor, si no son más que pinceladas en un lienzo?
El héroe de cualquier aventura se siente capaz de superar innumerables pruebas,
siempre y cuando tenga la certeza de que hay un fin. Cada prueba es un peldaño
dentro de una historia, un destino parcial que tiene significado por sí mismo.
Por
cierto, si ustedes son de los que temen cuando les hablan de un libro porque
piensan que se lo estropearán, pueden estar tranquilos, nada más les contaré el
final de Esta historia, hecho que no
arruinará su lectura.
Al
final del libro, cuando Ultimo, el protagonista, muere, quedan algunas páginas
por leer, es el epílogo. Allí, Elizaveta, la amante de Ultimo, por fin
encuentra la pista de carreras que él quiso construir toda su vida y que ella
buscó parte de la suya. Después de la separación de Ultimo y Elizaveta, él le
dejó los planos del circuito en el único sitio donde ella podía encontrarlos. En
el epílogo fui un cómplice, acompañé a Elizaveta cuando gastó una parte
considerable de su gran fortuna en informantes desperdigados por todo el mundo
para buscar la pista de carreras —Elizaveta
estaba convencida de que existía el circuito aunque no tenía ninguna prueba; es
más, creía con firmeza que Ultimo lo había construido para ella—, hasta
que por fin uno de los emisarios nos informó de la existencia de un circuito
similar al de los planos. Viajamos de inmediato y encontramos una pista en
ruinas, por lo que tuvimos que pagarle a un ingeniero para restaurarla, pasamos
casi siete meses antes de poder verla en perfecto estado. Esperamos con
paciencia, alojados en un hotel del pueblo cercano, sin ver los avances de la
obra. Una vez terminada la restauración del circuito, contratamos a un piloto
de pruebas solo para ese momento y empezamos a recorrerlo a toda velocidad.
Antes
de continuar, debo contarles algunos detalles para entender la historia. Ultimo
es hijo de un entusiasta de los automóviles —ni
siquiera se puede decir «cuando apenas
había carros en las carreteras» porque
ni carreteras había—, creció embelesado
por las imágenes y experiencias de su padre; un señor tan fanático, que tenía
un taller de mecánica en un lodazal en medio del campo. El propósito de Ultimo
era construir un circuito de carreras perfecto. Una pista con una recta y
dieciocho curvas, en la que cada peralte, cada ángulo, cada entrada o salida de
una curva jugara con las emociones de quien la recorriera, o mejor, que
transmitiera la misma conmoción de los momentos más intensos de su vida. Hasta
entonces, hasta el epílogo, la vida de Ultimo puede parecer desconcertante,
pero como dice Baricco:
«[…]no se deje engañar por las
apariencias. ¿Sabe?, la gente vive muchos años, pero en realidad está
verdaderamente viva sólo cuando consigue hacer aquello para lo que nació. Antes
o después no hace otra cosa que esperar y recordar. Pero no está triste cuando
espera o recuerda».
Baricco
describe a Ultimo como a alguien rodeado por un aura extraña, un no-sé-qué que te
obliga a mirarlo cuando pasa, sobresale del
paisaje, como si viviéramos en un mundo de dos dimensiones y solo a él le
estuviera permitido ser de tres. Baricco
llama a esa aura extraña La sombra de
oro:
«Luego los dos
volvieron [el padre de Ultimo y su amigo el conde], instintivamente, hacia la
puerta, como si los reclamara algún ruido. Todo estaba en silencio; y la
puerta, abierta de par en par; y el umbral, desierto. Permanecieron un instante
con la vista clavada allí, como a la espera. Ultimo pasó por el marco de la
puerta, sin apercibirse siquiera de su presencia, atento como estaba a que no
se le cayera de los brazos el haz que llevaba. Del mismo modo en que había
aparecido, desapareció».
Ese no-sé-qué persigue a Ultimo a lo largo de toda la novela,
en los diálogos, en sus acciones, incluso cuando no hace nada, o cuando conoce
a Elizaveta. Lo lleva en la mirada, como aquel que se concentra en la diana con
la convicción de que acertará.
Elizaveta, por su parte, tiene un diario, que es la narración
en primera persona de varios capítulos del libro. Ella es y no es al mismo
tiempo la amante de Ultimo, una suerte de amor imposible que sí fue, pero de un
modo distinto al que un lector de novelas rosa esperaría. Se conocen cuando
ambos trabajan vendiendo pianos, Elizaveta da lecciones gratis para tocar el
instrumento como una manera de incitar a los clientes a comprar, mientras que
Ultimo repara los pianos averiados y conduce el camión que los transporta. Sin
ninguna razón aparente, Elizaveta decide perjudicar a todas las familias que
visitan. Ella es un peligro.
Pero bueno, mi
intención es contar solo el final de la historia y no hablaré más de Elizaveta.
Solo agregaré la siguiente cita, sin intervenciones ni comentarios, para mantenerme
a una distancia prudente de ella.
«La solución más
banal quería evitarla, pero con los Farrell no tenía ganas de inventarme nada
nuevo, era una familia aburrida, sólo quería marcharme de allí cuanto antes. El
señor Farrell seguía mirándome. Era de los que creen que antes o después
ocurrirá. Se lo hice creer. Durante un par de semanas lo mantuve a raya. Luego,
esperé a quedarme a solas con él. Me desgarré la blusa, en la parte delantera,
y le dije que o me daba veinte dólares o me ponía a gritar. De repente ya no
estaba tan seguro de sí mismo. Me dio los veinte dólares. Entonces le dije que,
ya que había pagado, podía tocar. Me puso las manos sobre el pecho. Me besó los
pezones. Ahora basta, le dije. Y me abroché la chaqueta, en la parte delantera.
Nos las arreglamos para quedarnos a solas, otras veces, aquella semana. En
todas las ocasiones, él pagaba. También me dejé tocar entre las piernas. La
última vez él sacó los veinte dólares, pero yo le dije que no quería dinero. Desabróchate
los pantalones, le dije. Él temblaba por la emoción. Luego me desgarré la
blusa, sobre el pecho. Y me puse a gritar. Llegó su esposa, con el niño pequeño
correteando tras ella. El señor Farrell intentaba subirse los pantalones. Yo
lloraba. No podía ni hablar. Hacía como que me tapaba la parte de adelante,
pero no lo hacía de verdad. Quería que ella viera lo bonitos que eran mis
pechos».
Ahora volvamos al epílogo: cuando encontramos el circuito, luego
de haberlo buscado por todo el mundo, lo recorremos los tres, Elizaveta, el
conductor de pruebas y yo. Después de encender el motor, alcanzamos gran
velocidad por la única recta, y el paisaje se desdibuja en una mezcla de
colores que combina el verde de los árboles y el amarillo de la hierba seca. El
ruido del Jaguar XK120, el intenso olor a gasolina, el velocímetro marcando su
máxima potencia, temo que no alcanzaremos ni la primera curva. Un leve descenso
en la velocidad nos permite girar, y con el estómago incendiado tomamos la
segunda curva. Freno, pedal, pedal, freno. Tendido en la cama siento una brisa
que se cuela por mi traje de piloto, tres, cuatro, diez giros… El conductor suda,
mis manos también. Pedal, pedal y con toda la aceleración necesaria para que
las dos llantas internas del auto se eleven, tomamos la última curva y caemos sin
caer, nos levantamos sin levantarnos. Escucho a Elizaveta susurrar: ¡qué cabrón! Tomamos de nuevo la recta a toda velocidad,
y sin tener tiempo de pensar estamos de nuevo en la tercera curva. Vamos más
rápido de lo que mis ojos pueden leer y recorremos una y otra vez el circuito, dibujando
con el auto una elipse en la pista.
En el circuito está toda la vida de Ultimo: la admiración por
su padre, el primer viaje con la mirada por el cuerpo de una mujer, el horror
de la guerra, el amor y la sensualidad de los mejores encuentros de su vida; todo,
y su significado es un secreto entre Ultimo, su amante y el lector. Ultimo que,
como dije, ya está muerto en el epílogo, no alcanzó a conocer el desenlace de
su circuito, pero el lector sí. Quiero decirles que para montarse en este auto es
preciso leer todo el libro, el epílogo es un regalo para quien sabe esperarlo,
de lo contrario se corre el riesgo de ser el conductor contratado solo para la
ocasión.
Quizá el
propósito de Ultimo no es lo que se espera de un héroe, como rescatar a una
princesa o liberar a un país. No. Tampoco se trata de la historia de quien se
lanza al vacío consciente de su infausto destino. El propósito de Ultimo fue
una resolución sostenida con firmeza a lo largo del tiempo, a tal punto que
jamás le importó si llegaba a cumplirlo; sin embargo, cada una de sus acciones cobró
fuerza con la sola idea de que podría hacerlo. Su vida no se detuvo cuando construyó
el circuito, la historia no acabó allí. No toda historia termina cuando el héroe encuentra lo que busca.
Para terminar, debo decirles que cuando Elizaveta tomó la
última curva y volando sin despegarse del suelo, susurró: ¡qué cabrón!, grité: ¡Hijueputa!
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