martes, 4 de febrero de 2014

Con la nada entre las manos

Seda de Alessandro Baricco

En una noche de insomnio, intento todas las técnicas conocidas para atraer el sueño. Al fin me levanto, los músculos se tensan con el frío capitalino. Al frente está Monserrate, iluminado con luces navideñas parece aprobar mi decisión: prender un cigarrillo y releer Seda de Alessandro Baricco.

Hace exactamente un año, había comprado el libro en Buenos Aires, allí, en cambio, el calor era sofocante aun en las noches. La leí en un solo día mientras viajaba en el subte, cuando paraba en algún parque para descansar del trajín a la sombra de un árbol o cuando disfrutaba de un café en el Ateneo; antiguo teatro hoy convertido en librería. Su extensión es poco más de cien páginas, cuando regresé al hostel en la tarde, solo me faltaban los últimos apartados. Que una historia de viajes se leyera mientras me desplazaba de un lado a otro de la ciudad porteña me pareció un presagio.

Al regresar a Colombia hablé de ella con mis amigos, encantados también con la prosa de Baricco. Escribir sobre ella se perfilaba como un compromiso desatendido. Un año después, alistando el equipaje para viajar a Bogotá, incluí a último momento el libro, al lado de una selección de cuentos de Arreola. Pensé que esta insólita historia podría ser una buena compañía para un viaje de ocho días. Tal vez en esta ocasión alguna idea saldría para escribir sobre una obra que Italo Calvino hubiera aprobado con regocijo. Más que un homenaje al maestro, Seda evidencia que, como pocos, Baricco ha incorporado las propuestas de Calvino para el nuevo milenio: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. 


El libro está compuesto de sesenta y cinco apartados que en este caso son movimientos o piezas de baile. La musicalidad de Baricco resiste la traducción, es una obra idónea para ser leída en voz alta. Con Seda es posible bailar con la música del silencio. La narración es secuencial y cronológica sin pretender crear un cuadro acabado. Por el contrario, resaltan múltiples puntos de fuga que el lector debe seguir para completar los vacíos que surgen. La prosa está libre de cualquier digresión, con las mínimas oraciones, el esqueleto, diría un anatomista, presenta una multitud de imágenes simultáneas. La precisión de Baricco es la de un experto billarista.

El género de esta obra es indeterminado, para Baricco no es un cuento largo ni una novela corta, y es algo más que una historia de amor. Para mí es una obra que tiene la rapidez de un relato de viajes, la concisión de un poema y el encanto de las historias de amor que encubren una trasformación subjetiva. El protagonista, mientras viaja haciendo su trabajo, encuentra el objeto de amor, al final de sus días solo conserva historias por contar. Es la historia, no de lo que se gana, si no de lo que se pierde con los viajes, con la vida.

Hervé Joncour era, por deseo de su padre, un aspirante a oficial del ejército hasta que conoce a Baldabiou:

Tenía una idea, solo le faltaba el hombre adecuado. Se dio cuenta de que lo había encontrado cuando vio a Hervé Joncour pasar por delante del café de Verdun, tan elegante con su uniforme de alférez de infantería y orgulloso de su porte militar de permiso. Tenía veinticuatro años en aquel entonces. Baldabiou lo invitó a su casa, abrió delante de él un atlas repleto de nombres exóticos y le dijo
—Felicidades. Por fin has encontrado un trabajo serio, muchacho (Baricco, 1997: 16).

Termina ganándose la vida viajando a Japón, a través de Europa, África y Asia, para comprar huevos de gusanos de seda para un pequeño pueblo textil de Francia en el siglo diecinueve. Es un precioso caso de levedad sostener una novela con una estructura de tan delicado origen. Son estas delgadas cadenas las que usa Baricco para atrapar al lector sin forzarlo, es una invitación a la que se responde con una entrega.

La exactitud en el dibujo de los personajes recuerda a los pintores expresionistas,  con unos pocos trazos perfilan toda una historia. Esto dice Baricco de Hervé Joncour: “Gozaba discretamente de sus posesiones y la perspectiva, verosímil, de acabar siendo realmente rico le dejaba completamente indiferente. Era, por lo demás, uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla” (p. 11).

La imperturbabilidad del personaje es compartida por el narrador omnisciente que cuenta la historia, ajeno a cualquier valoración moral de las acciones de sus personajes. “Los productores de seda de Lavilledieu eran, quien más quien menos, gente de bien, y nunca habrían pensado en infringir ninguna de las leyes de su país. La hipótesis de hacerlo en la otra punta del mundo, sin embargo, les pareció razonablemente sensata.” (24) Esta bella ironía indica cómo Baricco rehúye el maniqueísmo de dividir a las personas en buenas y malas. Como lo reafirma en una declaración de Hervé Joncour: “—Debo comunicaros una cosa muy importante, monsieur. Damos todos asco. Somos todos maravillosos, y damos todos asco” (p. 77).


Del último viaje,  Hervé Joncour no trae ni los huevos ni la mujer que lo enamoró, pero él ya es otra persona. Alguien que palpó la nada, que escuchó el silencio, que vio lo invisible: “(...) permaneció inmóvil, mirando aquel enorme brasero apagado. Tenía tras de sí un camino de ocho mil kilómetros. Y delante de sí la nada. De repente vio algo que creía invisible. El fin del mundo” (p. 85).

Hervé Joncour comprende, al final de sus días, luego de varias pérdidas, incluida la de su esposa, que lo más buscado estuvo siempre al alcance de su mano. Esta es precisamente la historia de amor que mencionaba, de la cual no diré nada, no por evitar arruinar la lectura del libro, sino porque después de leerla se darán cuenta que no hay nada más que decir.


Quizá lo más curioso en la transformación de este personaje es su vivencia del tiempo. Luego de recorrer miles de kilómetros comprendió que el tiempo, como lo ha planteado la física desde Einstein, es una dimensión del espacio: “La vida discurría en voz baja, se movía con una lentitud absoluta, como un animal acorralado en su madriguera. El mundo parecía estar a siglos de distancia” (p. 42). Es evidente que nos movemos o detenemos a voluntad en el espacio, con el tiempo no ocurre lo mismo. Este nos atraviesa, inmutable, sin que podamos hacer nada. La disposición espiritual que alcanza este personaje le permite superar esta restricción: “Se puso a observar la luz que temblaba, borrosa, en la lámpara. Y, con cuidado, detuvo el Tiempo durante todo el tiempo que lo deseó” (p. 49).

La seda es, en sí misma, un símbolo de levedad, capaz de sostener lo más pesado. Algo que comprendíamos muy bien los niños cuando jugábamos a los elefantes que se balanceaban en la tela de una araña. “Una vez había tenido un velo tejido con hilo de seda japonés. Era como tener la nada entre los dedos” (p. 23). Asir la nada entre las manos, ¿no es precisamente esto lo que pretende un escritor avisado de la irrealidad de las palabras?


Baricco, Alexandro (1997). Seda. Barcelona: Anagrama.