Seda
de Alessandro Baricco
En
una noche de insomnio, intento todas las técnicas conocidas para atraer el
sueño. Al fin me levanto, los músculos se tensan con el frío capitalino. Al
frente está Monserrate, iluminado con luces navideñas parece aprobar mi
decisión: prender un cigarrillo y releer Seda
de Alessandro Baricco.
Hace
exactamente un año, había comprado el libro en Buenos Aires, allí, en cambio,
el calor era sofocante aun en las noches. La leí en un solo día mientras viajaba
en el subte, cuando paraba en algún parque para descansar del trajín a la
sombra de un árbol o cuando disfrutaba de un café en el Ateneo; antiguo teatro
hoy convertido en librería. Su extensión es poco más de cien páginas, cuando
regresé al hostel en la tarde, solo me faltaban los últimos apartados. Que una
historia de viajes se leyera mientras me desplazaba de un lado a otro de la
ciudad porteña me pareció un presagio.
Al
regresar a Colombia hablé de ella con mis amigos, encantados también con la
prosa de Baricco. Escribir sobre ella se perfilaba como un compromiso
desatendido. Un año después, alistando el equipaje para viajar a Bogotá, incluí
a último momento el libro, al lado de una selección de cuentos de Arreola.
Pensé que esta insólita historia podría ser una buena compañía para un viaje de
ocho días. Tal vez en esta ocasión alguna idea saldría para escribir sobre una
obra que Italo Calvino hubiera aprobado con regocijo. Más que un homenaje al
maestro, Seda evidencia que, como
pocos, Baricco ha incorporado las propuestas de Calvino para el nuevo milenio:
levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad.
El
libro está compuesto de sesenta y cinco apartados que en este caso son
movimientos o piezas de baile. La musicalidad de Baricco resiste la traducción,
es una obra idónea para ser leída en voz alta. Con Seda es posible bailar con la música del silencio. La narración es
secuencial y cronológica sin pretender crear un cuadro acabado. Por el
contrario, resaltan múltiples puntos de fuga que el lector debe seguir para
completar los vacíos que surgen. La prosa está libre de cualquier digresión, con
las mínimas oraciones, el esqueleto, diría un anatomista, presenta una multitud
de imágenes simultáneas. La precisión de Baricco es la de un experto
billarista.
El
género de esta obra es indeterminado, para Baricco no es un cuento largo ni una
novela corta, y es algo más que una historia de amor. Para mí es una obra que
tiene la rapidez de un relato de viajes, la concisión de un poema y el encanto
de las historias de amor que encubren una trasformación subjetiva. El
protagonista, mientras viaja haciendo su trabajo, encuentra el objeto de amor,
al final de sus días solo conserva historias por contar. Es la historia, no de
lo que se gana, si no de lo que se pierde con los viajes, con la vida.
Hervé
Joncour era, por deseo de su padre, un aspirante a oficial del ejército hasta
que conoce a Baldabiou:
Tenía
una idea, solo le faltaba el hombre adecuado. Se dio cuenta de que lo había
encontrado cuando vio a Hervé Joncour pasar por delante del café de Verdun, tan
elegante con su uniforme de alférez de infantería y orgulloso de su porte
militar de permiso. Tenía veinticuatro años en aquel entonces. Baldabiou lo
invitó a su casa, abrió delante de él un atlas repleto de nombres exóticos y le
dijo
—Felicidades. Por fin has encontrado un trabajo
serio, muchacho (Baricco, 1997: 16).
Termina
ganándose la vida viajando a Japón, a través de Europa, África y Asia, para
comprar huevos de gusanos de seda para un pequeño pueblo textil de Francia en
el siglo diecinueve. Es un precioso caso de levedad sostener una novela con una
estructura de tan delicado origen. Son estas delgadas cadenas las que usa
Baricco para atrapar al lector sin forzarlo, es una invitación a la que se
responde con una entrega.
La
exactitud en el dibujo de los personajes recuerda a los pintores
expresionistas, con unos pocos trazos
perfilan toda una historia. Esto dice Baricco de Hervé Joncour: “Gozaba
discretamente de sus posesiones y la perspectiva, verosímil, de acabar siendo
realmente rico le dejaba completamente indiferente. Era, por lo demás, uno de
esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier
aspiración a vivirla” (p. 11).
La
imperturbabilidad del personaje es compartida por el narrador omnisciente que
cuenta la historia, ajeno a cualquier valoración moral de las acciones de sus
personajes. “Los productores de seda de Lavilledieu eran, quien más quien
menos, gente de bien, y nunca habrían pensado en infringir ninguna de las leyes
de su país. La hipótesis de hacerlo en la otra punta del mundo, sin embargo,
les pareció razonablemente sensata.” (24) Esta bella ironía indica cómo Baricco
rehúye el maniqueísmo de dividir a las personas en buenas y malas. Como lo
reafirma en una declaración de Hervé Joncour: “—Debo comunicaros una cosa muy
importante, monsieur. Damos todos asco. Somos todos maravillosos, y damos todos
asco” (p. 77).
Del
último viaje, Hervé Joncour no trae ni
los huevos ni la mujer que lo enamoró, pero él ya es otra persona. Alguien que
palpó la nada, que escuchó el silencio, que vio lo invisible: “(...) permaneció
inmóvil, mirando aquel enorme brasero apagado. Tenía tras de sí un camino de
ocho mil kilómetros. Y delante de sí la nada. De repente vio algo que creía
invisible. El fin del mundo” (p. 85).
Hervé
Joncour comprende, al final de sus días, luego de varias pérdidas, incluida la
de su esposa, que lo más buscado estuvo siempre al alcance de su mano. Esta es
precisamente la historia de amor que mencionaba, de la cual no diré nada, no
por evitar arruinar la lectura del libro, sino porque después de leerla se
darán cuenta que no hay nada más que decir.
Quizá
lo más curioso en la transformación de este personaje es su vivencia del
tiempo. Luego de recorrer miles de kilómetros comprendió que el tiempo, como lo
ha planteado la física desde Einstein, es una dimensión del espacio: “La vida
discurría en voz baja, se movía con una lentitud absoluta, como un animal
acorralado en su madriguera. El mundo parecía estar a siglos de distancia” (p. 42).
Es evidente que nos movemos o detenemos a voluntad en el espacio, con el tiempo
no ocurre lo mismo. Este nos atraviesa, inmutable, sin que podamos hacer nada.
La disposición espiritual que alcanza este personaje le permite superar esta
restricción: “Se puso a observar la luz que temblaba, borrosa, en la lámpara.
Y, con cuidado, detuvo el Tiempo durante todo el tiempo que lo deseó” (p. 49).
La
seda es, en sí misma, un símbolo de levedad, capaz de sostener lo más pesado.
Algo que comprendíamos muy bien los niños cuando jugábamos a los elefantes que
se balanceaban en la tela de una araña. “Una vez había tenido un velo tejido
con hilo de seda japonés. Era como tener la nada entre los dedos” (p. 23). Asir
la nada entre las manos, ¿no es precisamente esto lo que pretende un escritor
avisado de la irrealidad de las palabras?
Baricco,
Alexandro (1997). Seda. Barcelona:
Anagrama.