miércoles, 21 de agosto de 2013

Junto a la pared blanca

Un acontecimiento me sorprendió en gran medida aquella mañana: ver un gato comiéndose una rana. Yo había madrugado mucho para llegar antes que las niñas a la pared blanca del solar. Eran las cinco y treinta de la mañana, uno de esos días de julio en que ya empezaba a clarear a esa hora, con un incipiente bochorno que anunciaba la larga y calurosa jornada de verano. Cuando me disponía a entrar en el baldío, en la semipenumbra, vi una sombra moverse entre la hierba alta. Después de unos segundos de aventurar diversas hipótesis (una rata, una bolsa agitada por el viento, la ilusión visual de una roca desplazándose), vi que se trataba de un gato acechando algo entre la maleza. Con suma suavidad y extrema concentración, el animal se dirigía hacia su objetivo, ubicado fuera de mi campo de visión. De pronto, un cuerpo pequeño y oscuro saltó desde la hierba. El gato, con perfecta sincronía, voló hasta encontrarse con su presa en el aire. La atrapó con su boca mientras la desgarraba, todavía sin aterrizar, con sus patas delanteras. Luego se acurrucó junto a un arbusto para tomar su desayuno. Cuando logré acercarme un poco pude ver las largas patas de una rana saliendo por un lado de la boca del felino. La presa, a esas alturas, solo era un par de extremidades temblorosas por la acción del furioso masticar del gato. Aún sin tragar del todo, salió huyendo cuando me vio de reojo. Por un momento quedé paralizado. Algo se había revolcado en mi estómago, pero no era asco, era más bien un brinco de satisfacción por haber aprendido algo nuevo a mi corta edad: los gatos también comían ranas. Sin embargo, al mismo tiempo, esta constatación me llenó de aprensión hacia los gatos; desde entonces se convirtieron para mí en seres astutos y malignos que guardan terribles secretos. Con el tiempo esta sensación se convertiría en verdadero temor hacia esos animales. Me sacó de mi estupefacción la intensa luz de la mañana en toda su plenitud, señal de que pronto llegarían las niñas. Antes de esconderme en el arbusto decidí pasearme junto a la pared blanca para explorar si había algún objeto particular. Mientras caminaba mirando la hierba esperaba encontrar alguna señal de algo prodigioso, pero no encontré nada. Ahora que lo recuerdo con detenimiento, fueron dos los sucesos que me impresionaron aquella mañana. El segundo fue el olor que había junto a la pared. Era una pestilencia agria, incluso la sentí rebotar en mi paladar, lo cual me hizo escupir. De inmediato asocié aquel hedor con la descomposición de cientos de cadáveres de ranas. Esa fetidez y la consiguiente asociación acrecentaron mi curiosidad por descubrir las actividades de las niñas cuando se escondían detrás de la pared, que del otro lado del solar daba a la calle, y corrí a ocultarme detrás del arbusto. Desde hacía algunos días me había percatado de que cuando íbamos caminando hacia el colegio, en esa romería uniformada pero dividida en grupúsculos (yo siempre iba solo), al llegar al baldío esas dos niñas se escabullían detrás de la pared, que podría ser el último muro en pie de una demolición, o el primero de una construcción truncada, pintado de blanco de una manera cuidadosa e impecable. Unos instantes después salían al otro lado tomadas de la mano, muy contentas. Yo las observaba desde la esquina sin que ellas lo advirtieran, encapsuladas en su misteriosa complicidad. Al cabo de unos minutos las vi aparecer en el baldío. Se ubicaron más o menos en el centro de la pared, a unos dos metros de distancia la una de la otra, mirándose de frente. Desde donde me escondía podía verlas de frente con solo mover un poco la cabeza de un lado a otro. Sin mediar palabra se sacaron los calzones por debajo de la falda del uniforme y los dejaron con cuidado sobre la hierba. Se alzaron las faldas hasta el pecho, las sostuvieron con los codos contra los costados (aquello parecía una danza sincronizada) y se acuclillaron separando mucho los muslos, apoyando las manos en la rodillas para equilibrarse. Empezaron a orinar mientras se miraban y se sonreían. En un principio sentí otro salto en el estómago (el segundo de aquella mañana), esta vez de excitación, y tuve una erección incómoda por la forma en que estaba agachado. Después sentí pánico al ver que sus chorros no salían de ningún apéndice externo parecido a una manguera, sino que brotaban del interior de sus cuerpos, pero la erección no cedió. Pensándolo bien, en realidad fueron tres los acontecimientos que me sobresaltaron aquella mañana. El tercero fue la visión de esos cuerpos con un diseño extraño, que destilaban desde sus entrañas esa pestilencia que me había asaltado junto a la pared (en una rara figuración aparecieron en mi mente, en cadena, las ranas muertas, la pestilencia y el orín de las niñas). Yo creía saberlo todo sobre las mujeres, a mi corta edad había tenido la oportunidad de ver a varias desnudas (a mi mamá saliendo del baño emparamada porque había olvidado la toalla, a mi tía cambiándose de ropa sin saber que me había escondido en el armario de rejilla, a mis primitas saltando en la piscina inflable), pero en aquel momento, viendo a las dos niñas, caí en cuenta de que nunca había visto a una mujer orinar. De hecho, había completado este bache de mi aprendizaje con un sueño: mi tía entraba corriendo al baño, donde yo jugaba con un carro, y orinaba frente a mí, sacándose un pene de entre las ingles, desplegándolo como se hace con la cuchilla de una navaja. Hasta aquella mañana, oculto tras el arbusto en aquel solar, estuve convencido de la existencia de un mecanismo tal en las mujeres. Tal vez ese pánico, que poco a poco devenía en tristeza, se debiera al hecho de sentir cómo los sueños se estrellan contra la realidad. Cuando terminaron, las niñas se enderezaron, dejaron caer las faldas, se pusieron los calzones y continuaron su camino hacia el colegio, tomadas de la mano, sin dejar de sonreír. En verdad, fueron cuatro los sucesos que me asombraron esa mañana. El cuarto fue más tarde, cuando vi a las dos niñas saltando lazo durante el recreo, felices, cantando un trabalenguas para acompañar el juego. En aquel momento ya las veía como una especie de muñecos diabólicos. Este sentimiento se irradiaría a todas las mujeres que he conocido después de mi experiencia en el solar. Con el tiempo, al igual que a los gatos, terminaría por temerles.

miércoles, 14 de agosto de 2013

El veneno y el antídoto

La rosa púrpura de El Cairo de Woodie Allen

En cierta ocasión, un contertulio confesó no haber leído El Quijote. En vez de recibir una recriminación por lo que sería un descuido imperdonable, el amable interlocutor no solo lo admiró sino que lo envidió al evocar sus sensaciones cuando leyó por primera vez las aventuras del hidalgo caballero. La fatalidad que sentía Borges al acariciar los lomos de los libros que nunca leería, es similar a la que siento cuando pienso en todas esas películas maravillosas que aún no he visto. Afortunada o desafortunadamente, hoy he borrado una de la lista.

Durante la semana había visto en televisión un anuncio que promocionaba un ciclo de películas de Woodie Allen. En este, un seno gigante le tiraba leche al afamado director, mientras el comentarista lo definía como el neurótico más aclamado del cine. He visto pocas películas suyas, por pocas me refiero a unas veinte (que no alcanzan a ser ni la mitad de las que ha dirigido, escrito o actuado), pero las suficientes para reconocer en él a un bufón shakespeareano a quien más vale escuchar. En un momento de mi vida, sus películas me parecían verbosas y aburridas, por lo que dejé de verlas. Desde hace algunos años mi opinión ha cambiado, y hoy me sentí privilegiado de no haber visto antes La rosa púrpura de El Cairo.

La película es uno de los mejores homenajes que el cine se hace a sí mismo. No solo acompañó la noche de un sábado lluvioso, sino que sus diálogos me hicieron reír sin parar, la trama me sorprendió de principio a fin y me conmovió hasta las lágrimas cuando la protagonista decide vivir en la realidad y no en la ficción donde todo es posible. Sin dudarlo, yo hubiera elegido la ficción, pero Allen es un artista que conoce el valor de no ceder a la tentación del mínimo esfuerzo.

El argumento es simple y eficaz. En los tiempos de la Gran Depresión en Nueva York, Cecile, una mesera abusada por su esposo, lleva una vida mustia. A pesar de esto, cada día es animado por la expectativa de asistir, luego del trabajo, a la sala de cine. Allí no es una cliente más: saluda y llama por el nombre al taquillero, al vigilante y a todos en la cafetería, donde siempre pide maíz soplado. En el trabajo, en los pocos momentos en que logra sustraerse al asedio del jefe y de los clientes, habla de la película más reciente con su compañera y, mientras lo hace, su rostro resplandece. En la última semana, cada día ha ido a ver la misma película, La rosa púrpura de El Cairo, y mientras más la ve, mayor es su compenetración con los personajes.

En la casa de Cecile está su esposo ─un haragán, jugador y mujeriego que vive cómodo gracias a ella─, había intentado dejarlo, pero el retorno fue inevitable. Un día acontece lo inesperado pero posible en el multiverso. Había visto cinco funciones seguidas esa tarde, cuando uno de los personajes de la película, Tom, un arqueólogo de Chicago, aventurero y gentil, abandona la pantalla para decirle a Cecile que la ha observado todo el tiempo y que está enamorado de ella. La película se detiene, los actores paran el libreto y empiezan a increpar a Tom. Los espectadores a su vez reclaman, pues no han pagado por observar cómo los actores se quedan discutiendo. Cecile y Tom abandonan la sala y empiezan a vivir un romance.

La detención de la película es la noticia en todo el país. Es posible ir a la sala y presenciar el suceso: en la pantalla ya no hay cine, solo personajes en huelga que hablan sin libreto.  Mientras tanto, los productores ven amenazada la industria del cine y Gil, quien interpretó el papel de Tom en la película, aparece en la ciudad tratando de convencer a su personaje de que acepte su irrealidad y regrese a la pantalla. Tom insiste en que está enamorado y que prefiere la libertad; ante la negativa, Gil empieza a tramar una red más sutil: cortejar a Cecile.

Al no tener a la mano todo lo que necesita para sobrevivir como en el cine, Tom ingresa de nuevo a la película, pero esta vez con Cecile. Al principio los otros actores manifiestan su rechazo por los cambios que ello traería en la película, pero terminan por aceptarla. Cuando todo parecía encajar dentro de un final esperado y deseado por el romántico espectador, la veleidosa fortuna mueve sus hilos. Gil entra a la sala y le dice a Cecile que la ama y, lo más importante, que él sí es real. Es el momento crítico, ambos quieren ser elegidos, en apariencia son el mismo hombre, pero la disyuntiva es entre la ficción y la realidad. Al proponerle a Cecile una vida con él en Hollywood, Gil termina por convencerla. Ante la derrota, que es también la mía, Tom se despide con hidalguía y regresa a la pantalla.

Ilusionada, Cecile se va a empacar para el viaje, ahora sí con la determinación de abandonar a su esposo. Acude puntual a la cita convenida con Gil en la entrada del cine donde están desmontando el letrero de la película y anunciando otra. Pregunta por él y le informan que ha partido ya… comprende el engaño. Sin nada, tan solo con su maleta, hace lo único que alienta su vida: ver cine. Mientras ella ve la película, nosotros vemos su rostro: contrito al principio, se transforma hasta trasmitir la placidez y beatitud que solo brinda la percepción de la belleza.

La película es un juego de espejos, de dobles en conflicto. Empieza con una toma de la cartelera del cine donde exhiben una película con el mismo nombre: La rosa púrpura de El Cairo. Es decir, vemos la misma película que los personajes que entran a la sala, haciendo borroso el límite entre el adentro y el afuera. Luego, al salir Tom de la pantalla, evidencia que no solo los espectadores proyectan sus propias vidas en las historias de los personajes, sino que los actores a su vez responden a los anhelos de los espectadores. De esta manera, el cine existe más allá de las pantallas, en cualquier lugar.

Con un artificio elemental, un personaje que sale de la pantalla, Allen crea toda la tensión de la historia. Ese acto de Tom está precedido de una determinación: dejar de ser; la misma que enfrentó Alonso Quijano antes de convertirse en caballero andante. Tom decide rebelarse, desafiar el destino, salirse del libreto en el cual todo estaba decidido desde antes. Pero Allen no permitiría que nos quedáramos con ese mensaje trivial: dejar la realidad y entrar en la ficción o abandonar la fantasía y volvernos adultos. Para Allen el cine, la ficción, hace parte de la realidad, no es solo su representación; es justo el lugar de donde emerge triunfante con cada nueva obra. No vemos una película para evadirnos de la realidad, sino para descubrir que la vida misma es tan mágica que trae consigo el veneno y el antídoto.

Una promesa por cumplir

Semejante a un grito burlón, la puerta se cerró con un estruendo gutural salido de una garganta metálica, como el final de la arcada de un vómito, precedido del chirriar de los goznes. Me sentí expulsado como un desecho, los guardias de la prisión nunca me miraron a la cara, como si trataran con un balde de mierda. Hace cinco minutos estoy parado en frente de la puerta de la cárcel sin saber qué dirección tomar. No tengo más que la ropa que llevo puesta, mi billetera con mis documentos de identidad, el dinero justo para pagar un pasaje en bus, y una bolsa con tres pares de medias y unos pantaloncillos. En realidad, no quería salir, me sentía a gusto adentro. Después de que te acostumbras a chupar vergas, la vida se te hace fácil en la cárcel: dinero para cigarrillos, yerba y comida. Lo demás es ver televisión sin hablar con nadie en el salón, acostarte temprano y no meterte en líos. No se puede aspirar a una vida más plácida. Además, adentro me sentía a salvo de mí mismo, protegido del hecho de verme obligado a cumplir la promesa de terminar lo que dejé incompleto antes de llegar aquí. Al principio, cuando me trajeron a este lugar, hacía ejercicio todas las mañanas. Mientras corría alrededor del patio me alentaba pensando que el tiempo pasaría rápido hasta el momento de salir para matar de verdad a Elizabeth. Lo más cabreante del mundo es saber que estás encarcelado porque intentaste matar a alguien, no porque solo quisieras intentarlo, sino porque de manera inexplicable una persona se salva de un disparo en la cabeza. Y yo pagando cana, y ella muy oronda tomando sopitas, yendo a fisioterapia. Y yo corriendo, dándole cientos de vueltas al patio húmedo, prometiéndome acabar mi tarea en cuanto salga. Después ya no quería salir, no solo porque había encontrado una manera tranquila de vivir, sino también porque no quería traicionarme a mí mismo: sospechaba que al enfrentarme con la calle me daría cuenta de que me había acobardado. Pero también era como una especie de hastío anticipado de tener que matarla de nuevo, o mejor dicho, matarla esta vez de verdad. Durante mucho tiempo logré olvidarme de que algún día saldría. Hasta que una mañana me llamaron al locutorio, donde estaba el abogado que el día de la condena me palmeó en el hombro con desgano, con un gesto en el rostro que significaba “esto se veía venir”, sin prometerme una apelación, diferente a lo que pasa siempre en los juicios de las películas. Esta vez me sonrió y me abrazó para decirme que tenía mi boleta de libertad condicional. Por una extraña razón que no quise averiguar, él había hecho la cuenta del tiempo de la pena y el tiempo legal para salir por anticipado. Con el mismo poder que le di para que me representara en el juicio, además de indagar por mi comportamiento (“impecable”, decía el informe), gestionó mi libertad. Me dio un poco de pena por él porque no pude alegrarme. Se marchó algo desconcertado. Desde entonces han transcurrido tres días, y ahora estoy aquí, recibiendo este sol matutino que no quema sino que pica. No me he movido porque estoy retrasando lo que ineluctablemente tendré que hacer. Tomaré un bus hasta el centro; de cualquier manera enredaré al Zarco para que me alquile un revólver con la promesa de pagarle después de terminar la vuelta. Se la pintaré tan buena y tan segura que incluso me prestará plata, y tomaré otro bus hasta la casa de Elizabeth (por mi hermana supe que vive aún en el mismo lugar con su mamá). Tal como lo hice la vez anterior, tocaré el timbre, en cuanto abran patearé la puerta y la buscaré en todas las habitaciones (según me ha dicho mi hermana, siempre está encerrada, no puede trabajar porque quedó turuleta después del disparo). Estará viendo telenovelas, o tomándose una de sus sopitas. Quizá ya no sea capaz ni siquiera de sorprenderse. En esta ocasión no le dispararé una sino seis veces en la cabeza. Estoy seguro de que de esa no se salvará. Pero en esta oportunidad no huiré, no me esconderé, esperaré sentado en el umbral a la policía. Probablemente en setenta y dos horas estaré de vuelta aquí. Esta puerta se abrirá de nuevo y tendrá que volver a tragarse su vómito, los guardias tendrán que reintegrar el balde de mierda del que creían haberse librado. Volveré a chupar vergas. Viviré, ahora sí, tranquilo. Sin rabia. Sin promesas por cumplir.  

Cuando el epílogo fue un premio

Esta historia, Alessandro Baricco, Anagrama, 2005.

La semana pasada terminé de leer Esta historia de Alessandro Baricco. Llegó justo cuando estaba pensando sin descanso sobre el propósito de una vida. Al terminar el libro concluí, con seguridad, lo mismo que otros cuando han pensado sobre lo mismo: basta tener un propósito, cualquiera, para que la vida pierda peso y gane levedad. Pero ojo, no hablo de la levedad como aquello carente de importancia, sino como la sonrisa presente hasta en las tareas más tediosas. Pueden ser varios, pequeños y continuos propósitos que nos llevan de un día a otro, como volutas de humo convirtiéndose en algodones,  acariciando nuestra piel cuando pasan. ¡Aligerar la vida es el propósito de los propósitos!, incluso cuando no llegan a cumplirse.

El propósito es una ilusión que vuela por su propio peso, y tener uno sosiega. ¿Cómo no sonreír a cualquier monstruo cuando conocemos el motivo de su aparición? ¿Cómo no soportar las largas y molestas horas de un trabajo de oficina o los desplantes de un amor, si no son más que pinceladas en un lienzo? El héroe de cualquier aventura se siente capaz de superar innumerables pruebas, siempre y cuando tenga la certeza de que hay un fin. Cada prueba es un peldaño dentro de una historia, un destino parcial que tiene significado por sí mismo.

Por cierto, si ustedes son de los que temen cuando les hablan de un libro porque piensan que se lo estropearán, pueden estar tranquilos, nada más les contaré el final de Esta historia, hecho que no arruinará su lectura.

Al final del libro, cuando Ultimo, el protagonista, muere, quedan algunas páginas por leer, es el epílogo. Allí, Elizaveta, la amante de Ultimo, por fin encuentra la pista de carreras que él quiso construir toda su vida y que ella buscó parte de la suya. Después de la separación de Ultimo y Elizaveta, él le dejó los planos del circuito en el único sitio donde ella podía encontrarlos. En el epílogo fui un cómplice, acompañé a Elizaveta cuando gastó una parte considerable de su gran fortuna en informantes desperdigados por todo el mundo para buscar la pista de carreras —Elizaveta estaba convencida de que existía el circuito aunque no tenía ninguna prueba; es más, creía con firmeza que Ultimo lo había construido para ella—, hasta que por fin uno de los emisarios nos informó de la existencia de un circuito similar al de los planos. Viajamos de inmediato y encontramos una pista en ruinas, por lo que tuvimos que pagarle a un ingeniero para restaurarla, pasamos casi siete meses antes de poder verla en perfecto estado. Esperamos con paciencia, alojados en un hotel del pueblo cercano, sin ver los avances de la obra. Una vez terminada la restauración del circuito, contratamos a un piloto de pruebas solo para ese momento y empezamos a recorrerlo a toda velocidad.

Antes de continuar, debo contarles algunos detalles para entender la historia. Ultimo es hijo de un entusiasta de los automóviles  ni siquiera se puede decir «cuando apenas había carros en las carreteras» porque ni carreteras había—, creció embelesado por las imágenes y experiencias de su padre; un señor tan fanático, que tenía un taller de mecánica en un lodazal en medio del campo. El propósito de Ultimo era construir un circuito de carreras perfecto. Una pista con una recta y dieciocho curvas, en la que cada peralte, cada ángulo, cada entrada o salida de una curva jugara con las emociones de quien la recorriera, o mejor, que transmitiera la misma conmoción de los momentos más intensos de su vida. Hasta entonces, hasta el epílogo, la vida de Ultimo puede parecer desconcertante, pero como dice Baricco:

«[…]no se deje engañar por las apariencias. ¿Sabe?, la gente vive muchos años, pero en realidad está verdaderamente viva sólo cuando consigue hacer aquello para lo que nació. Antes o después no hace otra cosa que esperar y recordar. Pero no está triste cuando espera o recuerda».

Baricco describe a Ultimo como a alguien rodeado por un aura extraña, un no-sé-qué que te obliga a mirarlo cuando pasa,  sobresale del paisaje, como si viviéramos en un mundo de dos dimensiones y solo a él le estuviera permitido ser de tres.  Baricco llama a esa aura extraña La sombra de oro:

«Luego los dos volvieron [el padre de Ultimo y su amigo el conde], instintivamente, hacia la puerta, como si los reclamara algún ruido. Todo estaba en silencio; y la puerta, abierta de par en par; y el umbral, desierto. Permanecieron un instante con la vista clavada allí, como a la espera. Ultimo pasó por el marco de la puerta, sin apercibirse siquiera de su presencia, atento como estaba a que no se le cayera de los brazos el haz que llevaba. Del mismo modo en que había aparecido, desapareció».

Ese no-sé-qué persigue a Ultimo a lo largo de toda la novela, en los diálogos, en sus acciones, incluso cuando no hace nada, o cuando conoce a Elizaveta. Lo lleva en la mirada, como aquel que se concentra en la diana con la convicción de que acertará.

Elizaveta, por su parte, tiene un diario, que es la narración en primera persona de varios capítulos del libro. Ella es y no es al mismo tiempo la amante de Ultimo, una suerte de amor imposible que sí fue, pero de un modo distinto al que un lector de novelas rosa esperaría. Se conocen cuando ambos trabajan vendiendo pianos, Elizaveta da lecciones gratis para tocar el instrumento como una manera de incitar a los clientes a comprar, mientras que Ultimo repara los pianos averiados y conduce el camión que los transporta. Sin ninguna razón aparente, Elizaveta decide perjudicar a todas las familias que visitan. Ella es un peligro.

 Pero bueno, mi intención es contar solo el final de la historia y no hablaré más de Elizaveta. Solo agregaré la siguiente cita, sin intervenciones ni comentarios, para mantenerme a una distancia prudente de ella.

«La solución más banal quería evitarla, pero con los Farrell no tenía ganas de inventarme nada nuevo, era una familia aburrida, sólo quería marcharme de allí cuanto antes. El señor Farrell seguía mirándome. Era de los que creen que antes o después ocurrirá. Se lo hice creer. Durante un par de semanas lo mantuve a raya. Luego, esperé a quedarme a solas con él. Me desgarré la blusa, en la parte delantera, y le dije que o me daba veinte dólares o me ponía a gritar. De repente ya no estaba tan seguro de sí mismo. Me dio los veinte dólares. Entonces le dije que, ya que había pagado, podía tocar. Me puso las manos sobre el pecho. Me besó los pezones. Ahora basta, le dije. Y me abroché la chaqueta, en la parte delantera. Nos las arreglamos para quedarnos a solas, otras veces, aquella semana. En todas las ocasiones, él pagaba. También me dejé tocar entre las piernas. La última vez él sacó los veinte dólares, pero yo le dije que no quería dinero. Desabróchate los pantalones, le dije. Él temblaba por la emoción. Luego me desgarré la blusa, sobre el pecho. Y me puse a gritar. Llegó su esposa, con el niño pequeño correteando tras ella. El señor Farrell intentaba subirse los pantalones. Yo lloraba. No podía ni hablar. Hacía como que me tapaba la parte de adelante, pero no lo hacía de verdad. Quería que ella viera lo bonitos que eran mis pechos».

Ahora volvamos al epílogo: cuando encontramos el circuito, luego de haberlo buscado por todo el mundo, lo recorremos los tres, Elizaveta, el conductor de pruebas y yo. Después de encender el motor, alcanzamos gran velocidad por la única recta, y el paisaje se desdibuja en una mezcla de colores que combina el verde de los árboles y el amarillo de la hierba seca. El ruido del Jaguar XK120, el intenso olor a gasolina, el velocímetro marcando su máxima potencia, temo que no alcanzaremos ni la primera curva. Un leve descenso en la velocidad nos permite girar, y con el estómago incendiado tomamos la segunda curva. Freno, pedal, pedal, freno. Tendido en la cama siento una brisa que se cuela por mi traje de piloto, tres, cuatro, diez giros… El conductor suda, mis manos también. Pedal, pedal y con toda la aceleración necesaria para que las dos llantas internas del auto se eleven, tomamos la última curva y caemos sin caer, nos levantamos sin levantarnos. Escucho a Elizaveta susurrar: ¡qué cabrón!  Tomamos de nuevo la recta a toda velocidad, y sin tener tiempo de pensar estamos de nuevo en la tercera curva. Vamos más rápido de lo que mis ojos pueden leer y recorremos una y otra vez el circuito, dibujando con el auto una elipse en la pista.

En el circuito está toda la vida de Ultimo: la admiración por su padre, el primer viaje con la mirada por el cuerpo de una mujer, el horror de la guerra, el amor y la sensualidad de los mejores encuentros de su vida; todo, y su significado es un secreto entre Ultimo, su amante y el lector. Ultimo que, como dije, ya está muerto en el epílogo, no alcanzó a conocer el desenlace de su circuito, pero el lector sí. Quiero decirles que para montarse en este auto es preciso leer todo el libro, el epílogo es un regalo para quien sabe esperarlo, de lo contrario se corre el riesgo de ser el conductor contratado solo para la ocasión.

Quizá el propósito de Ultimo no es lo que se espera de un héroe, como rescatar a una princesa o liberar a un país. No. Tampoco se trata de la historia de quien se lanza al vacío consciente de su infausto destino. El propósito de Ultimo fue una resolución sostenida con firmeza a lo largo del tiempo, a tal punto que jamás le importó si llegaba a cumplirlo; sin embargo, cada una de sus acciones cobró fuerza con la sola idea de que podría hacerlo. Su vida no se detuvo cuando construyó el circuito, la historia no acabó allí. No toda historia termina cuando el héroe encuentra lo que busca.


 Para terminar, debo decirles que cuando Elizaveta tomó la última curva y volando sin despegarse del suelo, susurró: ¡qué cabrón!, grité: ¡Hijueputa!